Hollywood los desea bellos y malditos

JOSÉ LUIS LOSA

CULTURA

William Friedkin devolvió a la vida a McConaughey en «Killer Joe» una película que en España nadie se atravió a estrenar y es carne de videoclub
William Friedkin devolvió a la vida a McConaughey en «Killer Joe» una película que en España nadie se atravió a estrenar y es carne de videoclub

El Oscar a Matthew McConaughey reedita el gusto de la meca del cine por los actores «malotes» y redimidos en la línea de Nick Nolte, Mickey Rourke o Sean Pean

21 mar 2014 . Actualizado a las 17:32 h.

Habita en la hipócrita y descompensada tradición moralista de Hollywood un regusto por las historias de redención. Por los personajes teñidos de malditismo, los tipos de alma renca que han caminado por el lado oscuro largo trecho. Y a los que se aplaude cuando entienden la salida a la luz como una purga, a través de un personaje que exhibe las llagas, las laceraciones, los ayunos, las bulimias. Y ese vía crucis culmina entre focos. A veces hasta con Oscar. Miren a Matthew McConaughey, parido profesionalmente hace veinte años como actor tontuelo, protagonista de dramitas judiciales o comedias románticas, vendido por algún publicista hortera como «el nuevo Paul Newman». Fruto de aquel despropósito, McConaughey se la pegó. Y anduvo de procesión, como el Cristo de la Tercera Caída.

Caminó entonces por los subsuelos del fracaso y de los placebos politoxicómanos, hasta comer más huevos que aquel tipo de La leyenda del indomable. Hasta caer en la cuenta de que él no era el límpido Paul Newman sino su némesis, sin claridad en los ojos. Que su destino era el de las atmósferas irrespirables, los sures malolientes, las familias incestuosas o peor, las violencias de género y de número, las lluvias doradas como las de The Paper Boy o, sobre todo, la sangre del psicópata de Killer Joe, la orgía catártica en la cual un viejo zorro a la hora de hacer pactos con el diablo, el setentero incansable William Friedkin, le devolvió a la vida, aun a costa de terminar de cambiarle su alma blanca de chico que enamoraba a Brooke Shields por la negrura del consolador con el que fuerza a practicar una felación a una mujer al comienzo de esa película imprescindible que en España nadie se atrevió a estrenar. Y al tercer año en el alero, se hizo carne de vídeo-club: Killer Joe. Por ahí les espera.

De esas simas proviene el nuevo Matthew McConaughey. Hermoso y maldito ya. Según esculpía Scott Fitzgerald a esos ídolos de barro. Fitzgerald, quien pisó Hollywood, fichado como guionista nada galáctico, salió apaleado, y dejó dicho que «la vitalidad se revela no en la capacidad de persisitir, sino en la de volver a empezar». De ahí llega McConaughey, sometido a un sufrido adelgazamiento, convertido en ecce homo(fobo), en apóstol de la lucha contra el sida, en la evangélica Dallas Buyers Club.

Hollywood, históricamente, hace suya la cita célebre de Mark Twain. «Del paraíso me quedo con el clima, y del infierno, con las compañías». Por eso los angelotes como Matt Damon, Cruise o Leo DiCaprio son las minas de oro, hay que masajearlas, hacerles el lap-dance, calentarles el ego. Pero el corazón de papá pertenece en realidad a los barrabases. Con quienes de veras sueña en darse el revolcón el inconsciente colectivo de la industria del cine es con tipos como Mickey Rourke, Christopher Walken, Dennis Hopper, Gary Oldman, Sean Penn, Nick Nolte, David Carradine o este McConaughey, enterado ya de que no es Paul Newman. Con ellos y no con los cruises. Porque es preferible fiarse del hombre equivocado que de quien no duda nunca. Y ya dejo en paz a Fitzgerald, que voy a tener más delito que Baz Luhrmann.

Redenciones: Rourke, corazón de ángel caído, tan guapo de cara que decidió ir sajándosela, haciéndose injertos de corta y pega a lo Francis Bacon, dándose trompadas en combates de boxeo masoquistas hasta devenir monstruo. Y así lo readmitió Hollywood, rostro impenetrable, escuela del dolor, devolviéndolo al ring en The Hustler, pero solo para darle una paternalista cachetada.

O Nick Nolte. Su vida ha venido a calcar la del Caín, el fatum al este del edén del hermano pobre que le dio la fama. Cayó una y otra vez como soldado de heroína, surcó la nieve que quema. Y se agigantó como actor. Ofreció una interpretación luminosa en la cursi El príncipe de las mareas. Ya le daban el Oscar por ganado, pero llegó Hannibal Lecter y se lo arrebató con una papel de 25 minutos en pantalla. Persistió Nolte, esta vez con la negrura nihilista de Affliction. Y apareció un saltimbanqui, Roberto Benigni, botando entre las butacas, un Pinocho que noqueó de nuevo al púgil que una vez se llamó Rudy Jordache. Nolte no persistió. Su siguiente papel fue el del famoso selfie que le hizo la policía de Los Ángeles, pillado de colocón.

Otro día les hablo de Walken y el ahogamiento de Natalie Wood; de la horca del placer de la que colgó un rato de más David Carradine. O de Robert Downey, a quien su padre le dio a probar LSD cuando tenía ocho años. Fue entonces cuando decidió que él sería Robert Downey Junior. Y que honraría a su padre.