Hasta Lugo se convulsionó con el tsunami de La Roja. El fútbol es una fuerza incontenible, capaz de paralizar a un país y al planeta. Un fenómeno social sin fronteras, desde Cibeles a Sudáfrica, desde la Fonte do Rei y a San Petersburgo. La noche del 11 al 12 de julio quedará grabada en la retina de miles de millones de personas.
Un escuálido y pálido futbolista de la escuela de la Masía ponía un balón fuera del alcance del meta holandés, cuando el fantasma de los penaltis planeaba como una nueva maldición sobre la primeriza gloria hispana. Pero esta vez, sí, España borraba 80 años de frustraciones e inscribía su nombre como la octava maravilla futbolística del planeta. Y lo hacía por la puerta grande, fiel a una filosofía y a una propuesta que merece todos los plácemes: el espectáculo. El antídoto a la racanería y al antifútbol, aunque sus apóstoles lo justifiquen como legítimo. Hasta el propio padre del mismo, Johan Cruyff, lo bendijo, mientras condenaba la dureza y violencia de su patria. Porque, si hay que ser justos, al Flaco habrá que agradecerle su aportación a esta escuela que nació con su Dream Team, y ahora ha sido trasplantado a la selección.
Si España rompió su complejo de impotencia futbolística, ahora le toca el turno a esta ciudad sumida en las catacumbas de nuestro fútbol, salvo la fugaz comparecencia de la histórica Gimnástica y del Lugo 91-92. Al perder aquella ocasión de instalarse en la élite, se perdió un tren que tardará en volver a pasar. Para recuperarlo, necesitamos desprendernos de ese complejo que nos atenaza. Cuando se rompa, la Fonte do Rei volverá a revivir esta clase de efemérides. El tsunami del fútbol derriba todos los muros, y hasta consigue la unanimidad de la clase política. Hasta narcotizarnos de la crisis y otras zarandajas. ¿O no lo parece, al menos?