
Una de las artimañas más habituales y perversas de muchos gobernantes es culpar a los ciudadanos de todos los males para los que no tienen una explicación, una solución o se ven incompetentes para resolverlos con éxito. O, directamente, porque les mandan sus amos.
Tienen un ejemplo claro en la actualidad. Resulta que la inflación desbocada que sufrimos, debida sobre todo a un alza descontrolada de los precios de la alimentación, la energía y los combustibles, de obligado uso y ajenos a la voluntad del consumidor, es culpa de quienes la soportan y el Banco Central Europeo (BCE) sube los tipos de interés para castigarlos. El resultado es conocido: empresas energéticas y bancos con balances positivos indecentes gracias a gobiernos cómplices (sus criados). Por el otro lado, compañías y ciudadanos con costes inasumibles. Muchas de las primeras irán a la quiebra y la mayoría de los segundos serán más pobres y se abonarán a la economía de subsistencia.
Les pongo dos ejemplos, una pequeña empresa que de la noche a la mañana se ve obligada a satisfacer, solo de intereses, 1.500 euros mensuales más, 18.000 al año. O una jubilada a la que le han subido su hipoteca 250 euros al mes y tiene que vender el piso porque su pensión no da para la nueva cuota ¿Todo ello repercute en algo a la sociedad? No, simplemente genera beneficios nunca vistos a cuatro oligarcas.
Pero es que los ciudadanos sí somos culpables. Por dejación, por pasotismo. Porque hemos comprado el discurso neoliberal capitalista, ese que aboga por el escaso control del mercado. Un mar perfecto para pescar sin cuotas ni reglas.