El cine que nació entre hórreos

Pablo Varela Varela
pablo varela LA VOZ / OURENSE

AL SOL

Durante los meses de vacaciones, la plaza de la aldea de A Reguenga acoge ciclos de cine improvisados
Durante los meses de vacaciones, la plaza de la aldea de A Reguenga acoge ciclos de cine improvisados Agostiño Iglesias

En A Reguenga, una pequeña aldea de Ourense, las proyecciones al aire libre ideadas por un vecino reúnen a varias generaciones durante el verano

06 oct 2019 . Actualizado a las 21:58 h.

«Onde está o Nodo?», preguntaba con sorna una vecina. En la aldea ourensana de A Reguenga, durante el invierno, viven cinco personas. Es un pequeño núcleo encajado entre Ribadavia, O Carballiño y la capital provincial que en verano revive, en parte, gracias al séptimo arte. Hace dos años, José María Romero, un joven barcelonés de 39 años, decidió regresar a la tierra de sus antepasados por vía materna. «Trabajaba como informático en una empresa de El Vendrell, pero lo dejé. Estaba fijo y me vine a Galicia con una mano delante y otra detrás», cuenta. «Me dije: ‘Malo será, tú’».

A los pocos días, encontró trabajo como profesor de Informática en Boborás a través del servicio de empleo. Echó raíces y los meses de verano y la llegada de su prima Lourdes abrieron paso a una idea que José ya había explorado antes en Cataluña: aprovechar el cine como nexo de unión para dar vida a la aldea.

«Siempre me gustaron las películas. En El Vendrell presenté un proyecto para usar una sala del año 1950 y proyectarlas a un euro. Y venían familias con sus hijos», explica. En A Reguenga, todo comenzó con la idea de entretener a los niños. Daniel Díaz y Remedios Calet, padres de Lourdes y familiares de José, son de Cornellà. Pero hace cinco años comenzaron a pasar temporadas en el pueblecito y, ahora, forman parte de las casi veinte personas que se juntan en torno al proyector en las vacaciones estivales. «Esta es mi tierra. Mi casa», dice Daniel.

Cerca de ellos, juegan Naim y Wesley. Nacieron en Suiza y viven con sus abuelos en la aldea. Tienen ocho y seis años, y este verano conocieron por primera vez los juegos de realidad virtual. Antes de la película, lanzaban sus manos al aire con los mandos que compró semanas atrás José María. A su manera, él es el pequeño mecenas cultural del pueblo.

Apto para todos los públicos

El proyecto de José María y Lourdes comenzó de puntillas y así ha seguido hasta ahora. Tanto que ni siquiera en la alcaldía de San Amaro sabían que se llevaba a cabo. «La idea era que este año se colgasen algunos carteles en aldeas vecinas, pero vinieron algunos amigos de vacaciones y lo dejé en pausa», detalla José.

Sobre el papel, parece la excusa perfecta para reunirse y conectar a quienes, en circunstancias normales, estarían en casa. Daniel dice sonriendo que «traemos aguardiente, licor de hierbas y palomitas». Entre los asientos, en su mayoría, traídos desde casa por los asistentes, se cuela Tay, la perra de José. Es una más entre el público y parece comprender cómo funciona el procedimiento: cuando se apagan las luces, Tay se tumba sobre el cemento de la plaza, acuesta su cabeza y contempla las imágenes en silencio.

«¿Oís bien?», pregunta José María. Entre las personas que contemplan la película hay diferencias de más de treinta años. Naim y Wesley, sentados con las piernas cruzadas en sendos taburetes, ya están absortos frente a la pantalla. Cerca de ellos, sus abuelos cuentan que la tecnología no tiene ningún secreto para los pequeños. «Si hay algún problema con los móviles, todo lo arreglan», dicen.

Un antídoto contra el adiós

José María se muestra complacido al poner su granito de arena para que, en A Reguenga y los alrededores, el que se marche o tenga intención de hacerlo tenga un aliciente para volver. En la pequeña plaza de la aldea, parecían medirse por un momento dos mundos. En los hórreos, aún en uso, se proyectaba la luz reflejada por la pantalla donde se veía la película.

Sin horarios predeterminados y con el proyector colocado sobre una caja de cartón, la esencia de improvisación de la velada parecía explicar por qué antes de la película, del silencio intercalado con las risas, los asistentes se lo tomaban como una reunión informal en el salón de su casa. En definitiva, como una fiesta más.

«Hay veces que incluso hemos hecho algún karaoke», dice José. Por su cabeza ya pasa la idea de retomar los avisos en las parroquias próximas sobre los ciclos de proyección. Pero mientras, a más de 15 horas de avión de las grandes producciones de Hollywood, en A Reguenga se conforman con seguir agotando juntos las noches de verano. En la última, sin nubes y con el cielo plagado de estrellas, el proyector mostraba a Bradley Cooper descubriendo otra más, pero en un escenario.