La tradición mantiene su fuerza en la romería de San Fins do Castro

S. G. CARBALLO/LA VOZ.

CARBALLO

02 ago 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Un chaval de unos 20 años, morado de vino, vestido casi con jirones y armado con una escopeta de juguete de agua con la que sin duda había disparado muchos chorros de alcohol, aguardaba de pie junto a la fuente milagreira mientras una anciana empapaba su pañuelo bajo el caño, justo antes de dejarlo en un lateral, seguramente pidiendo para sanar alguna enfermedad.

La mujer cumplía con uno de los ritos centenarios que acompaña a la mítica romería de San Fins do Castro, en Cesullas-Cabana, famosa por su berro seco, por el santo de pólvora, por los miles de personas de toda la Costa da Morte que acuden cada primero de agosto para disfrutar de un día de fiesta entre una arboleda tupida de ameneiros y bidueiros, sobre un campo en pendiente poco propicio para el baile salvo en las partes bajas, cerca de la capilla, donde antaño se celebraban centenares de meriendas al sol. Ayer, unas decenas.

El joven del juguete, que querría refrescarse o lavar su herramienta, forma parte de esa nueva hornada de romeros que, desde hace unos veinte años, con altos y bajos, disfrutan a su modo. Ellos organizan su especial San Fins Parade , su botellón-romería, inundándose mutuamente de vino (no es del caro), tiñéndose de un malva morado que uniformiza a la multitud, naturalmente alegre ante tanto vuelo etílico que a veces alcanza al que no quiere. Pero ya casi no: ocupan una franja en la zona norte del campo, acotada y más vigilada (buen trabajo el de Protección Civil), y allí se entregan al frenesí estético, pese a que siempre haya algún espabilado que moja a los paseantes cruzando la delgada línea roja de la cinta. Lo que empezó como ocurrencia y se hizo costumbre va camino de ser tradición, pese a los enfados y a las protestas. La procesión tuvo que cambiar el recorrido para evitar la zona vinícola. Y ya no hay un berro seco; hay dos. Bien, hay seis. Tres en un lado, los de verdad, los de toda la vida, guiados por el cura, y los que se han marcado los jóvenes, dirigidos desde el palco por un igual, con la complacencia de la orquesta de turno (el cantante, ayer, se esforzaba por animar a mantener la fiesta). Los mozos ponen más entusiasmo, pero la esencia de San Fins está en la zona sur. El berro: todos en cuclillas, arriba y a gritar. Así, hasta tres veces. Eso debe curar las rodillas, igual que lo hace pasar tres veces bajo la Pedra dos Cadrís de Muxía, y también subir al Pindo es bueno para los pulmones.

A un lado y a otro, los dos grupos parecen ignorarse mutuamente. Incluso la barrera del sonido ayuda: mientras los romeros de siempre asisten a la misa cantada, al otro, los mozos y mozas (más de los primeros) cantan a su manera. Sin interferencias. Son ruidosos y entusiastas, pero muchos menos que el resto. Los cálculos en las romerías son difíciles incluso con métodos de lince, pero no superaban de muy largo los dos centenares. Casi una anécdota, frente al poder del San Fins de toda la vida, el de meriendas y encuentros de amigos y emigrantes en un lugar con algo de magia.