Con toda su originalidad, el proyecto-monstruo de Gadafi para crear en el desierto libio un río artificial con caudal del Nilo tiene un remoto precedente en la cultura de los garamantes, un misterioso pueblo de la antigüedad que excavó miles de kilómetros de canales para crear, en ese mismo desierto del Fezzan, un complicado sistema de irrigación que fue la maravilla de su tiempo. Al menos, eso es lo que nos dice el geógrafo Estrabón. Pero, aparte de esto, de que se tatuaban y traficaban con esclavos, poco se sabe de los garamantes. Los romanos los conquistaron en el siglo I antes de Cristo, luego se convirtieron al cristianismo en el siglo VI y al islam, en el siglo siguiente, para desaparecer de la historia sin dejar más rastro. O sí: hay algunos antropólogos que creen que los tuaregs no son sino los descendientes de los sofisticados garamantes, empujados al desierto y convertidos en nómadas por el abuso de los recursos hídricos. Toda una lección para esta clase de proyectos mastodónticos. De hecho, la historia dice que basar el desarrollo en la manipulación del agua no suele ser una buena estrategia a largo plazo. Ninguna de las grandes culturas fluviales ha llegado hasta la actualidad o sus solares son hoy regiones empobrecidas, a menudo desiertos de nuevo.
Más recientemente, Jordania también desarrolló su modesto sistema de extracción y trasvase desde los desiertos del sur del país hasta la capital, Amán. El proyecto, pagado por Estados Unidos con un coste inicial de 600 millones de dólares, debía llevar 99 millones de metros cúbicos de agua al año a través de 320 kilómetros de tuberías. El agua llegó, y todo parecía ir bien hasta que alguien se molestó en pasarle un detector de radiación y encontró que superaba veinte veces los niveles permitidos. Se trata de radiación natural producida por los minerales que protegen la capa freática. Este mismo problema se encuentra en el agua que se consume en Israel, Arabia Saudí o Egipto, aunque el asunto no suele recibir demasiada publicidad. La radiación se puede reducir mediante un proceso de depuración, pero no sale precisamente barato. En otras ocasiones las consecuencias de extraer esta «agua prehistórica» son la contaminación o la salinización... En Arabia Saudí, donde se pretendía sostener toda una agricultura cerealística a base de aguas fósiles, se acabó decidiendo hace poco que resultaba más económico (por no decir más razonable) importar el trigo sin más.
Yemen agota sus reservas
Yemen, un país que no está pasando por su mejor momento, es un caso todavía más apremiante. El país depende completamente de las aguas fósiles que el Gobierno está bombeando desde hace años a la superficie. Los expertos ya han dado la voz de alarma: las reservas subterráneas de agua están agotándose. Quizá no quede ya más que para pocos años.
Pero su valor en los países desérticos hace que el agua fósil siga despertando la codicia o la esperanza de los Gobiernos. Uno de los últimos océanos subterráneos se encontró precisamente en la atormentada región de Darfur, en Sudán, donde más de 200.000 personas han muerto y casi tres millones se han convertido en refugiados en una guerra que comenzó hace ocho años y todavía no ha concluido del todo. La noticia del hallazgo no hizo sino intensificar el conflicto por un territorio por el que, de repente, merecía aún más la pena matar y morir.
Por Miguel Anxo Murado