Esta es la historia de un joven coruñés que empezó de lazarillo a vender el cupón de ciegos con su abuela allá por el año 1965. Con solo 6 años, el único día que descansaba era el sábado. El resto de la semana pasaba las mañanas en el colegio y las tardes vendiendo los cupones del día siguiente.
Aunque el cuento va de fortuna, una terrible ceguera incapacitó a la mujer. «Un golpe de mala suerte- puede que de tanto repartirla-. Al final, uno acaba por convertirse en aquello que hace»- se consolaba. Estuviera o no en lo cierto, esta historia pasó a ser la de una abuela que vendía cupones con su nieto. Y el chico se convirtió en los ojos que la guiaban mientras repartía -no podía ser de otro modo- el eterno cupón de ciegos.
Recorrían diariamente las calles de la Franja, la Galera, los Olmos, la Estrella, la Florida y Papagayo. «¡Ahí va Pepiño; el muchacho de los ojos azules!». Pasito a pasito, y exhausto de tanta ilusión vendida, cerraba los ojos con las nanas de las señoras con sombrero, que cuchicheaban sobre el emotivo cuento del lazarillo y la anciana de los números.
-Mira el niño de los cupones.
-Pepiño, dame uno... ¡Pepiño, que sea bonito y toque!
Y el chico sonreía de nuevo, porque para él, la suya era la historia de un muchacho con mucha suerte y una abuela vendedora.
Todos las noches tenían para él premio: las tapas que le servía Antonio, el camarero del antiguo restaurante El Coral. Aunque para Pepiño, el premio gordo le tocó el día que se encontró a los Chiripitifláuticos juntos en la marisquería de Suso, frente al cine Coruña. «¡Qué nervios!» -se dijo-ver a sus personajes de la tele en persona. Y por un instante se sintió el chico más afortunado de la tierra.
Al final de la noche, en el callejón del Papagayo, venían las chicas y le decían:
-Pepiño, ¿cuántos te quedan? ¡Pues tráelos anda!- Y los repartían en los bares de aquel callejón.
Entonces llegaba a casa y dejaba de ser el chico de los cupones. Al día siguiente iría al colegio Curros Enríquez, se sentaría en su pupitre y, por unas horas, la historia del mercader de los cupones volvería a ser, simplemente, la historia de un joven coruñés. Uno que contaba los minutos que faltaban para llenar sus manos con más números de la suerte.