Sofía, de vivir en un centro de menores a trabajar en uno: «Escapé de una paliza de mi padre y me fui corriendo al instituto con una maleta»

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La joven, que pasó su adolescencia en un centro de menores, se hizo educadora social para ayudar a otros niños a salir del infierno de la violencia intrafamiliar. «No soy una delincuente y tengo familia», dice, para desestigmatizar a los menores institucionalizados como ella
02 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.La falta de cuidados y el maltrato físico o psicológico a un menor son injustificables. Y esto, aunque parezca una obviedad, es necesario reiterarlo en ciertos casos como el de Sofía, a quien su familia culpabiliza incluso a día de hoy de una infancia terrorífica. Su pesadilla terminó el mismo día en que huyó de casa. «Escapé de una paliza de mi padre, me fui corriendo hasta la puerta del colegio, que estaba a unos 20 minutos de casa, con una maleta». Tenía 14 años y, según la vieron aparecer en el centro con signos visibles de violencia, llamaron a los servicios sociales. Al contrario de lo que a priori pueda parecer, lo que sintió la niña al ingresar en un centro de menores fue alivio. Hoy cuenta su historia y hace un trabajo de divulgación en las redes sociales para desestigmatizar la visión general que aún se tiene de los centros de menores y de los niños institucionalizados.
Desde que tiene uso de razón, Sofía se recuerda como una niña descuidada y desprotegida. No iba bien aseada, y afirma que muchas veces no podía ducharse con agua caliente porque no había dinero. Sus padres trabajaban, pero su madre tenía un problema con el alcohol y su padre otro con la marihuana. «Uno de los indicios de que un menor está en situación de desamparo o de desprotección es eso, la dejadez física, de cuidados, de higiene y de alimentación», asegura la joven, que hoy tiene 23 años profundamente marcados por una infancia en la que también tuvo que escuchar muchos gritos y discusiones de sus progenitores a consecuencia de las sustancias, capaces de transformar a cualquier persona.
Ese era el ambiente en casa hasta la muerte de su madre, que murió prematuramente de un infarto cuando Sofía tenía 12 años. «Falleció por sus malos hábitos, y eso para mí fue un mundo, porque dentro de que mi madre tuviese problemas con el alcohol, o se destinasen los recursos a otro camino que no era el de cuidarnos a mi hermana y a mí, sí que era una persona que hacía ver que nos quería».
SE HIZO CARGO DE LA CASA
A partir de ese momento, la joven se vio completamente sola. Su padre pasó a encerrarse todos los días en su habitación. «Él empezó a no salir, a no hacer compra, a no recogernos en el colegio... muchas veces hemos tenido que volver andando. Y yo empiezo a hacerme cargo de la casa, de ir al supermercado, de gestionar el dinero, de tener el agua y la luz a mi nombre, de limpiar, de cocinar…». Su padre, mantiene, siguió consumiendo, lo que hizo que el maltrato psicológico hacia ella fuese en aumento. Aunque Sofía tiene una hermana de tan solo un año más, su padre lo volcó todo en ella. «Mi padre y mi hermana sí que hablaban, podían preparar la comida y comer juntos, mientras que yo, o me la hacía para mí o cocinaba para los tres, porque o comía sola después que ellos o, si quería comer antes, tenía que cocinar para todos».
Los gritos y las amenazas se volvieron el pan de cada día, hasta que empezaron a convertirse en verdad: «Ya me levantaba la mano, o me encerraba en mi cuarto durante horas y tenía que llamar a la puerta para pedirle permiso para ir al baño o beber agua, y a veces no me dejaba». Sofía empezó a llegar tarde al instituto por ir andando, y en el centro notaron que tenía cambios de humor y disputas con los compañeros, hasta que un día habló con ella la orientadora. «Le conté un poco lo que me estaba pasando, que esta es una cosa que me parece importante decir, y es que cuando una persona está sufriendo maltrato intrafamiliar no es necesario contar todo lo que ocurre. Yo tengo 23 años, he ido a un centro de menores y no he contado jamás el 100 % de las cosas que me han pasado. Pero hay una serie de indicios que yo estaba dejando ver».
En ese momento, el instituto decide llamar a su padre y proponerle una mediación familiar. Él, indica Sofía, se mostró totalmente abierto a colaborar porque, según sus palabras, «le dijo a la orientadora que el problema siempre he sido yo, que todo lo que sucedía era problema mío y que era necesario trabajar conmigo para solucionarlo. Sin embargo, cuando él llega a casa y se da cuenta de que yo estoy queriendo contar, de repente empieza un mundo de agresividad y de violencia tremenda. Y me prohíbe ir al instituto durante las últimas semanas del primer trimestre». También le dice que no le permitirá salir de casa durante las vacaciones de Navidad.
A pesar del miedo, del silencio en el que se veía sumida y de la soledad, en esa ocasión Sofía se enfadó y le dijo a su padre que quería saber por qué tendría que quedarse encerrada. «Cuando me di cuenta, ya tenía a mi padre encima golpeándome. Fue una noche de terror. Y por la mañana, como mi hermana se había ido al instituto y a mí me quitó el teléfono, hice la maleta y aproveché que él estaba en su cuarto dormido o drogado para irme. Fui corriendo hasta el instituto, unos 20 minutos, y me presenté allí. Cuando me vieron entrar con la maleta y la cara de haber pasado la noche en una pelea muy fea, llamaron a los servicios sociales».
La llevaron hasta la Guardia Civil y allí, con 14 años, denunció a su padre. Cuando vio que la llevaban a un centro de menores, asegura que lo que sintió fue «mucho alivio». Recuerda que la trabajadora social dijo que su vida como menor corría peligro en casa, y que era primordial que la sacaran de allí. «Fue la primera vez que escuché eso que yo estaba intentando verbalizar desde hacía tiempo. Independientemente de adónde me llevasen, para mí era como que alguien me estaba diciendo: “Te voy a proteger, no estás loca y eres una víctima”».
Aunque lo primero que evaluaron en el cuartel antes de decretar su ingreso definitivo en un centro de menores fue su familia extensa y la posibilidad de que la acogieran, en su caso dice que no era viable esa solución, «porque en mi casa, incluso a día de hoy, todo lo que me ha sucedido ha sido porque me lo he ganado, porque yo he provocado a mi padre y las cosas no son como las cuento yo, sino como las cuenta él». Con su hermana tampoco tiene trato. «Sigue viviendo con mi padre y hasta la noche en que yo me escapé, se negó a dejarme su teléfono para llamar a la policía, y después a declarar en el juicio».
La misma noche en que interpuso la denuncia, Sofía ya durmió en un centro de menores. La escoltaron desde Laredo, donde residía, hasta el centro de primera acogida de Santander, donde pasó las Navidades, desde diciembre del 2016 hasta finales de enero del 2017. «El centro de primera instancia es lo más parecido a lo que se piensa de los centros de menores: hay registros, no te dejan tener teléfono, las llamadas están supervisadas, hay llaves para poder abrir las ventanas… Porque llegan menores de diferentes casos y características, con carencias y dificultades distintas, entonces, puedes estar viviendo con una persona que tiene un diagnóstico de esquizofrenia, otra que entra por problemas de conducta, o bien otra que llegaba como yo, víctima de violencia intrafamiliar. Todos vivimos allí hasta que haya una plaza libre en el recurso que necesitamos, y hay pocas».
En cuanto llegó, la atendió una de las educadoras, que le explicó las normas y que no podría ir al instituto hasta que viesen dónde iban a poder escolarizarla, «porque en el mío corría riesgo de que me pudiera pasar algo con mi familia». Después de registrarla, le enseñaron las instalaciones y le presentaron al grupo. Se integró en las rutinas diarias y, a pesar de tratarse de un centro con medidas restrictivas, recuerda que allí volvió a sonreír.
ENTRÓ EN UN PISO TUTELADO
Después de ese primer mes, Sofía entró directamente con 14 años en un piso tutelado. No es lo habitual a su edad entrar a una medida de preparación para la vida independiente, porque normalmente los menores que rondan sus años van a unidades familiares que son hogares de protección con educadores las 24 horas, «pero yo llevaba desde los 12 años encargándome de una casa, y mi caso no era para acabar en una adopción o en una familia de acogida, ya que mis necesidades y mi nivel madurativo eran otros».
Dadas las circunstancias, la mandaron a un piso en el que vivían adolescentes mayores que ella, de entre 16 y 20 años, ya que en los pisos tutelados residen jóvenes de hasta 21 años. En el suyo, Sofía no dejaba de ser la pequeña y la última en llegar, con nula experiencia en centros de menores, «aunque luego entras un poco a la dinámica y entiendes que, a pesar de que puedes tener muy buenos compañeros, no haces amigos. No dejamos de ser menores que en general hemos crecido en un entorno muy individual con mucha soledad». Inicialmente, los servicios sociales pusieron en marcha un plan de reunificación familiar que obligaba a la joven a pasar los fines de semana en casa de su padre para ver si era posible que mejorase la situación. «Incluso me tuve que ir de vacaciones con él y con mi hermana a Valencia. Me negué rotundamente, pero tuve que ir, y lo pasé fatal. Pero las cosas se pusieron feas durante el viaje, volvió a amenazarme, y al menos me sirvió para que no me volviesen a obligar a irme con él».
En otro momento de su vida, Sofía reconoce que le daba vergüenza admitir que había estado en un centro de menores, pero a día de hoy, utiliza sus redes sociales (@sofiabasurco) para desmontar tabúes. «No tenemos cámaras, hay televisión, teléfono, nos dan paga, compartes habitación… No soy ninguna delincuente, y tengo familia. Lo digo porque muchas veces todavía se tiende a pensar que los menores se institucionalizan o bien porque no tienen familia, o porque han hecho algo malo. Pero, según las estadísticas del 2022, menos de un 10 % de los niños que ingresaban en centros lo hacían por problemas conductuales y por medidas judiciales. El otro 90 % de los ingresos eran de menores que habían sufrido maltrato y violencia intrafamiliar». La joven destaca además que los pisos tutelados, como en el que ella residió, «es una medida abierta, es decir, que puedes coger la puerta e irte. Obviamente, si eres menor, se llama a la policía y se denuncia una fuga, pero no hay ninguna medida restrictiva que impida que entres o salgas, no estás encerrado», dice.
Actualmente, la joven es educadora social. Vive y trabaja en un centro de menores que es un hogar de protección, un chalé con niños y adolescentes de entre 7 y 18 años. La suya es una profesión que requiere «de una entrega absoluta», con jornadas que suelen ir más allá de las 8 horas. Su propia experiencia y el haberse encontrado con una educadora que le abrió el mundo hizo que quisiera dedicarse a trabajar con otros menores con dificultades y darles un hogar.
Sofía sabe mejor que nadie lo que cuesta tener uno. Se independizó a los 19 años mientras estudiaba Educación Social —hoy también estudia el grado de Psicología—, y tuvo que trabajar para poder pagar el alquiler y sus estudios. Por eso apunta que empezó a cotizar a los 16, otra realidad que acompaña a muchos de estos menores, «porque es que si no, ¿cómo vives?». Con 16 años trabajaba solo un par de horas, porque tenía que cursar el bachillerato de forma presencial, pero desde ese mismo verano empezaron las jornadas más extensas, y no ha dejado de hacerlo. «Cuando ahorré una cantidad de dinero como para poder independizarme y pasar un par de meses sin pagar el alquiler en caso de no tener trabajo, me lo planteé. Y yo, aun gracias que tenía la pensión de orfandad de mi madre», indica Sofía, que trabajó limpiando en un gimnasio y también a domicilio, como dependienta en una tienda de ropa, en otra de alimentación, en la Sociedad General de Autores… «de lo que podía, porque no tenía tampoco un estudio especializado en nada». Y sin perder de vista su sueño —forma parte de ese 1 % de menores institucionalizados que consiguen finalizar una carrera—: estudiar para dedicarse a aquello que la salvó.