13 feb 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

QUE LA inocentona exhibición anatómica de Janet Jackson provoque la indignación de los americanos (de algunos americanos, de muchos los que en noviembre van a decidir quién será el próximo guardián del planeta) no tiene mucha importancia. Allá ellos. Aquí nos da la risa. No nos escandaliza el pezón estrellado que, además, pudimos contemplar repetido y ralentizado en cualquier programa de cualquiera de los tramos horarios de la parrilla. Poco más podría preocuparnos que, a partir de ahora, las retransmisiones televisivas en Estados Unidos se hagan con un desfase de cinco minutos para evitarle a su recatada audiencia bochornos como el de la Super Bowl. Aquí ni nos interesan las disculpas del partenaire de la Jackson ni nos hacen gracia los chistes con que adornan sus galas. Nosotros, para discursos, ya tenemos los de los Goya. Podemos vivir en la ilusión de que nada de eso nos afecta, que son las paranoias de los norteamericanos. Sí, si no fuera porque el falso directo de las emisiones es la constatación de que están dispuestos a protegernos de no se sabe qué. Sin que se lo hayamos pedido y, peor aún, sin que, en muchos casos, nos lleguemos a enterar. Quizás debería empezar a inquietarnos: la reinstauración de la censura ha pasado más desapercibida en la batalla por la Casa Blanca que los líos amorosos del aspirante Kerry. Deberíamos echarnos a temblar, porque los candidatos dan por hecho que muchos han empezado a dimitir de su condición de ciudadanos libres. ¿Y a nosotros qué? Nosotros acabamos comprándoselo casi todo, y lo que no, nos lo cuelan de contrabando.