Sudor y asfalto

Mario Beramendi Álvarez
Mario Beramendi AL CONTADO

SANTIAGO

19 jul 2017 . Actualizado a las 23:37 h.

Las calles de las ciudades son como el cuerpo humano: cada una tiene su propio olor. La piel del casco viejo de Santiago, por ejemplo, huele a cebolla dorada en la sartén y a chipirones fritos. Y en otoño, cuando llueve, todo ese aroma se mezcla con el vino de barril y la humedad del suelo en la entrada de los bares. Me acordé de todo esto el otro día, con motivo de las inminentes Festas do Apóstolo. Mi memoria olfativa me transportó a algunos viajes del pasado. El perfume que desprenden las aceras de Nueva York es el resultado de una extraña amalgama, en la que se funden el azúcar y el sebo; huele a ese dulce de las barracas de feria, como a garrapiñada, pero luego se superpone un aroma mantecoso. No es sencillo catalogar ese olor. En una ocasión, hablando de esto, le dije a un compañero mío que algunas calles de Estados Unidos olían a triglicéridos. Se quedó perplejo. Todos esos puestos de perritos, de baggels y de donuts generan emisiones, igual que si fueran fábricas. En lugar de dióxido de carbono, lanzan ácidos grasos a la atmósfera que quedan suspendidos en el aire hasta crear ese ambiente dulzón y a la vez seboso, un aroma que hipnotiza y seduce al turista, que pronto se familiariza para consumir siguiendo el rastro de su olfato.

No sé a qué huelen muchos sitios del mundo en los que no he estado. Tal vez en Bombay sea perceptible el aroma del curry, del mismo modo que en Sevilla se respira el azahar. En París recuerdo que olía a bollería recién horneada. Olores todos ellos que incitan, cautivadores y fascinantes. Incluso en Nueva York, donde huele a triglicéridos.