El sastre de Luis del Olmo, Torrente Ballester y Tachenko que nunca se jubila

Nieves D. Amil
NIeves D. Amil PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

CAPOTILLO

Jesús Valiño no es la primera vez que anuncia su retirada. Ahora parece que va en serio, quiere empezar a disfrutar de la vida, pero no ha puesto fecha al cierre de una sastrería histórica en Pontevedra

11 feb 2020 . Actualizado a las 12:14 h.

No es la primera vez que el sastre Jesús Valiño cuelga en su escaparate el letrero de Liquidación total por jubilación. Leer esta frase invita a entrar para confirmar si esta vez es cierto que se sacará la cinta métrica del cuello y apoyará el dedal definitivamente sobre su mesa de coser. «No estoy cansado, pero necesito descansar de una vida de mucho trabajo y sacrificio», explica Valiño, al mismo tiempo que recibe un paquete de telas. ¿Pero no era que nos jubilamos? «Es para ir acabando algunos trabajos», comenta sin más.

La sastrería es un museo vivo de una vida dedicada a la costura. El probador es un resumen de su vida en apenas cinco metros cuadrados. Solo una pared resume parte de una historia que se resiste a dejar aparcada. «Mira esta foto que me dedicó Torrente Ballester. «Pone de artista a artista y su firma», descuelga orgulloso Jesús Valiño, junto a otra de Tachenko, que le obligaba a subirse a un taburete para tomarle las medidas. También las hay de Luis del Olmo, al que surtió de trajes y que siempre le decía por qué no se iba a Barcelona a trabajar. El sastre pontevedrés reflexiona ahora que quizás allí su vida hubiese sido bien distinta. Quizás económicamente cree que le pudo haber ido mejor, pero a cambio ha trabajado cerca de su familia y de cmi mamá», a la que cuidó hasta el final y de la que tiene una foto en el local. Algunas veces mira hacia ella cuando habla de su pasado. Empezó en la capital catalana cuando estaba acabando de hacer la mili. Allí hizo trajes para militares de la época y aprendió un oficio cuando le ataban un dedo para que cosiese más rápido. «Pagué con trabajo lo que aprendí», recuerda Valiño, que después comenzó en Pontevedra en la sastrería Vázquez, hasta que un día, con solo 25 pesetas en el bolsillo, decidió emprender una nueva etapa en su casa y en la segunda planta del Carabela.

Su propio negocio llegaría después con 3.000 pesetas prestadas por su madre y muchos días durmiendo debajo de la mesa de coser para sacar adelante el trabajo. «Eran otros inviernos y estaba allí hasta la madrugada, echaba unas batas en el suelo y dormía», comenta Valiño, que ahora ve el momento de empezar a despedirse de la clientela», reconoce. «Pusimos muchas rebajas porque queremos venderlo todo», añade. «Eso es como el cuento del lobo», bromea su empleada, pero esta vez parece que quiere despedirse aunque muchos de sus clientes le piden que no lo haga.

Miembro del club nacional del sastre desde 1992 era capaz de hacer los trajes de sus grandes clientes sin tenerlos delante. «Al Cordobés le regalé el primero y luego le vendí el resto», subraya Valiño, además de coser también para los hermanos Dominguín. Todos sus recuerdos caben en ese probador testigo de la historia, donde guarda una vida de la que le cuesta separarse. Enseña algunos de los trajes que tiene todavía hilvanados y abrigos de mujer, que también confecciona.

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Cientos de anécdotas

En toda una vida de sastre las anécdotas se suceden y dibujan en su cara una sonrisa difícil de sacar. Es sí, no da nombres. «Una vez vino un cliente para que le hiciese un traje para su mono titi y luego subiendo al árbol del vecino, se le quedó enganchado», bromea. Pero todavía tiene una más reciente. Él siempre le hace un bolsillo interior a los pantalones para guardar el dinero, especialmente cuando la gente viaja. «Cuando regresó de sus vacaciones y le pregunté qué tal le había ido, me dijo que se le arrugaba el dinero, así que tuve que tomarle la medida de un billete de 500 euros para que le entrasen bien», señala.

A pesar de que el prestigio le ha llevado a desfilar decenas de ciudades españolas y a crear un sinfín de modelos únicos, Valiño tiene muy presente en su local sus orígenes. Guarda la primera plancha de carbón que se compró en su taller por 125 pesetas y un Santiaguiño tallado en madera que preside el mostrador desde hace más de cuatro décadas. Él no revela su edad. Dice que lo dirá el día que se jubile, pero por ahora no sabe cuándo llegará esa tarde en que baje la verja por última vez.