La casa del terror

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

MACEDA

Antonio Cortés

23 jul 2019 . Actualizado a las 19:28 h.

Existen dos tipos de personas: las que siempre mienten y las que nunca dicen la verdad.

Por suerte yo formé parte de ambas clases y es por eso que mi credibilidad se quedó en tela de juicio.

Esta sospechosa autenticidad mía.

Mi faceta de farsante taciturno y cautivador persistió durante algunos años, los suficientes para abrirme la puerta de algunos dormitorios, la cremallera de algunos pantalones. No sobrevivió, sin embargo, a aquel año negro.

Tengo que admitirlo, no soy santo ni Nobel de la paz. Sucedió en agosto, cuando todos los miedos duermen.

Un cartel a lo lejos disimulaba las grietas de una pared que el cemento avisaba ya no podría sujetar mucho tiempo más, mientras «El castillo del terror», título de cabecera, jugaba a simular como de cada letra una gota de sangre caía amenazadora sobre la fecha de aquella misma noche. En Maceda, no muy lejos de allí.

Aquella actitud arrogante llena de «mis» al final de cada frase que tanto me caracterizaba no dudó en proponer el plan. Un castillo del terror. Cosas de niños.

Anocheció con disimulo, en mitad de la carretera nacional, entre el humo de los cigarrillos del asiento de atrás. En el asiento de atrás, donde la ansiedad se suele instalar.

Negué todo el miedo que lo satánico, fantástico y monstruoso me hacía sentir, como Drácula o Rosy de Palma. Lo negué sin mentir. Sin decir la verdad tampoco.

Llegamos a la hora adecuada, la de las meigas.

La cola ya llenaba el estrecho camino que comunica el castillo con la carretera y la escasa iluminación hizo que todo pareciese más pequeño, más espeluznante.

Y ni un bar a la vista.

Pasaron treinta minutos, o media hora, no estoy seguro, y la posibilidad de que mis acompañantes perdiesen la esperanza alimentaba el deseo interior de abortar por aburrimiento la visita. Librarme, una vez más, de la verdad.

¡Qué se enfría el miedo! -grité con la única intención de sabotear la noche. De minar la paciencia y volver a casa.

A ver si te vamos a calentar la boca -me contestaron desde lejos.

Y entre murmullos y pequeños pasitos, sin darnos cuenta, llegamos a la entrada.

Por no parecer débil, me agarré a mí mismo apretando las manos fuerte, como en el onanismo adolescente, y entré decidido. Las telas de araña, los cráneos, los ruidos raros.

Y seguir caminando.

Una puerta a mi derecha de pronto se abrió violenta y sin avisar, la niña del exorcista con el cuerpo del revés -o la cabeza del derecho, no lo tengo muy claro- se abalanzó sobre mí. Sin ni siquiera rozarme. Mis manos, sin embargo, reaccionaron al miedo como un resorte, y con el puño cerrado y la extraña fuerza sobrenatural que te conceden las situaciones límite, golpeé a aquella Linda Blair como nunca antes había golpeado a nadie.

El K.O. fue instantáneo.

Salí corriendo cuando Frankenstein vino a socorrerla.

Me refugié en el asiento de atrás del coche hasta que todo terminó, allí, entre el humo de los cigarrillos, donde suelen instalarse los cobardes.