En un cámping de Allariz

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

ALLARIZ

MIGUEL VILLAR

15 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Quedan pocas cosas con la capacidad de atemorizarme. He conseguido cagar sin echar el pestillo y reírme aliviado y sin complejo alguno si me visita el gatillazo.

Ser adulto me atormentó hasta el mismo día en que acepté la fatal e inapelable posibilidad de que jamás llegue a madurar del todo. Lo asumí sentado justo en el borde de la cama, discutiendo absurdo y torpe con la razón, esa amante responsable que todos queremos, que todos perdemos. Pero me sacudí el orgullo cobarde del hombro izquierdo obteniendo así la paz que supone dejar el pestillo sin echar de manera gratuita y sin intereses.

Abandoné gran parte de temor y respeto a crecer en el asiento trasero del Peugeot 505 que mi padre le había comprado a un gitano de nombre Montoya, uno con mucho dinero y dos hijos de más; era ruidoso y de color azul celeste, ese azul donde las cacas de las palomas brillan de una manera distinta, más fuerte, mejor. Nuestra calle era demasiado estrecha y siempre lo aparcaba lejos, justo al lado del chalé del Oteca, otro señor del dinero local.

Aquella mañana de agosto cargamos el inmenso maletero con varias bolsas térmicas repletas de los huevos rellenos de mi madre, los de la receta indescifrable que saben a Nochebuena y fin de año, los que desde hace un tiempo ya no dejan regusto a abandono.

La idea familiar de dedicar un fin de semana campestre todavía no había prescindido de mí y mi pubertad peleaba a base de silencios incómodos con ese ingenuo afán paterno que trata de conectar con algo imposible: la adolescencia.

No había mucho dinero en casa, las bolsas llenas de huevos rellenos viajando a cada destino funcionaban como prueba inquebrantable, y un pequeño cámping de Allariz llamado Os Invernadeiros era suficiente para saldar la obsesión familiar. Allariz en aquella época presumía de su color verde, de algunas decenas de patos bien alimentados y unos parques impolutos libres de restos de los primeros botellones. De los últimos yonquis.

Tracé el plan exacto al mismo tiempo que metía enfurecido algunas camisetas engurruñadas dentro de una mochila, montaría la canadiense e iría al río, bajo el puente, a disfrutar de mi estupidez ignorante y la poca fe en las relaciones familiares. Quizás buscar algún aliado en las piscinas, un amor inmaduro, o buscar ese bar del que todos hablaban rezando porque me vendiesen una cerveza. O diez.

El claxon agudo y molesto avisaba impaciente ensordeciendo los gritos apresurados que invadían la planta baja de casa. Di el portazo de rigor y subí al coche.

Seguí con mi silencio devastador en el asiento trasero, la cabeza apoyada en la ventanilla y la sensación de que yo no estaba allí se contagió. Asomó el letrero de Allariz y un frenazo seco fue menos doloroso que la frase de mi padre: «Olvidé los preservativos en casa». Mi madre lo fulminó con la mirada, en el retrovisor solo vergüenza. El ruido del Peugeot 505 se hizo un poco mayor, en el asiento de atrás yo también.