Entroido: una farsa injusta

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

Santi M. Amil

02 mar 2019 . Actualizado a las 12:29 h.

Al final volvimos a casa en coche.

Jose vivía lejos y el frío pegajoso de los inviernos de antes, de los Entroidos de antes, ya se había instalado sin remedio. La luz con ese color medio gris que solo tiene este amanecer local.

El olor a cañería y derrota ascendía entre los restos de complementos que muchos disfraces habían perdido por el camino. Los vasos rotos y los cercos ordinarios de pis en las esquinas.

Un sábado de entroido cualquiera al fin y al cabo.

Doce horas antes Jose y yo nos jugábamos la amistad entre cábalas estúpidas y cervezas baratas, considerando la posibilidad de disfrazarnos y salir a la calle. Bajo el manido lema déjate llevar, utilizar poco la razón y mucho el gaznate.

Siempre fuimos sencillos y simplones.

Rebuscamos en el baúl del desván de mi madre donde, con un síndrome de Diógenes todavía sin diagnosticar, guarda todos y cada uno de los disfraces que pasan cerca de su casa.

Decidimos en un acto de falsa y modesta originalidad que seríamos Isabel Pantoja y su guardaespaldas. Yo, tras ponerme un bigote y un traje de flamenca que mi hermana usó en primero de la ESO, me convertiría en la cantaora, y Jose, con su barba tupida y el traje negro que había comprado para el funeral de un primo tercero, actuaría de serio y misterioso protector.

Paramos en cada uno de los bares que había desde mi casa hasta la Plaza del Corregidor -centro neurálgico de todo carnaval- no sin antes inspeccionar que todos los locales eran aptos para Isabel, escondida tras las gafas de sol de su acompañante.

La visión se me fue haciendo curva poco a poco y las caras, los bailes y los atuendos se mezclaban cómodos en mi modo de mirar y en mi manera de moverme, mientras Jose, siempre comprometido en cada uno de sus actos vitales, me escoltaba solemne en todo momento.

Me sentí a salvo por una vez. Aunque fuese mentira. Aunque fuese así.

La música se paró de golpe y ya no había charangas que tocasen Balancê una y otra vez.

Era hora de volver. Jose vivía lejos, no mucho, pero lo suficiente para que mi torpe caminar ebrio supusiese una pérdida de tiempo y un paseo vergonzoso incapaz de ponerle un final distinguido.

Subimos al coche de mi amigo. Él, impoluto en su traje e inexpresivo en su gesto, se sentó al volante tocado pero capaz, más que yo, que me conformé con adoptar una posición fetal en el asiento de detrás. Con la cara contra el respaldo, con la cabeza bajo una mantilla. Con la caca suspirando sigilosa.

Nos paró la policía, la que te hace soplar fuerte en un cacharro.

Jose se mantuvo en silencio, imperturbable sosteniendo la mirada con la seguridad del que gana.

El agente, confuso por el pinganillo y dubitativo por el traje negro del conductor, nos dejó continuar con un gesto cómplice de aprobación, como si fuésemos, qué se yo, Belén Esteban y su chófer.

Convencido de nuestra condición de celebridad. Fue gracias a una farsa injusta, pero al final volvimos a casa en coche.