
Más que a una época de cambios, a lo que estamos asistiendo es a un «cambio de época». Un cambio de época provocado por una crisis estructural de todo el sistema que, debido a vivir en un mundo globalizado, afecta a todo el planeta.
Crisis económica que arrastramos desde el 2008, crisis sanitaria del covid-19, crisis política con la guerra de Ucrania, crisis ecológica y crisis psicológica derivada de la pérdida de los valores sólidos que ordenaban la convivencia y que viene de lejos, desde el inicio de la posmodernidad, donde comenzó la demolición de los grandes relatos: la religión, la familia, las ideologías y las normas de convivencia y, en definitiva, de todos los símbolos de Autoridad que actuaban como límites de la impulsividad humana.
Las crisis estructurales conllevan cambios de la estructura social, pero, desde que se pierde el equilibrio anterior hasta que se consigue el nuevo, atravesamos un período de desequilibrio en sentido literal. El mundo está desequilibrado y me temo que lo estará por mucho tiempo hasta que consigamos un nuevo orden, un nuevo equilibrio. Mientras tanto, toca vivir en una cuerda floja
A finales del siglo XIX, el sociólogo francés Émile Durkheim describió el término «anomia social» como el resultado de la discrepancia entre las aspiraciones y los ideales de la gente, por una parte, y la realidad por otra. Se comprende la anomia generalizada en la juventud, cuya dificultad para conseguir sus aspiraciones es palpable y no se arregla ni con piedras, ni con palos, ni con pagas de ocio.
El orden social implica los comportamientos de la sociedad de acuerdo con unos parámetros de lo correcto o incorrecto establecidos por las instituciones; esas que están en pleno debilitamiento y descomposición. De ahí el desorden que se palpa. El sujeto contemporáneo ve desaparecer sus formas de vida tradicionales amparadas por normas y valores hasta ahora sólidos, y que se han vuelto líquidos, llevándolo a la desorientación, la confusión y la angustia. La angustia se convierte en ira y esta en agresividad, tanto hacia los demás como hacia uno mismo, lo que determina esta ola de violencia que ni las fuerzas del orden ni los políticos implicados aciertan a comprender.
En el 2021, España ha superado el máximo histórico de suicidios: 4.003, once diarios. Los homicidios dolosos y asesinatos consumados, los delitos contra la libertad e identidad sexual y el número de violaciones aumentaron alrededor de un 15 % en el último año.
Estamos ensayando cambios radicales sin que hasta la fecha se haya conseguido uno que procure el equilibrio necesario que aplaque la angustia, más bien todo lo contrario.
Habrá que esperar, pero es fácil augurar el 2023 como el más violento de los conocidos. Ojalá me equivoque.