La maldición de la momia

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

27 nov 2022 . Actualizado a las 13:06 h.

No es por presumir, pero creo que yo sobreviví a la maldición de Tutankamón. Hace años, en El Cairo, visité el museo donde se encuentra su esplendorosa máscara funeraria de oro y lapislázuli, con su expresión «triste, pero serena», como la describió su descubridor, Howard Carter, al verla por primera vez, hace cien años justamente este mes. Aquella noche me picó un bicho en la mejilla.

Es lo que le había ocurrido a lord Carnarvon, la primera víctima de la maldición. En pocas semanas, estaba muerto. A mí me fue mejor. Temblé de fiebre durante días en una habitación de hotel en El Cairo y luego en mi casa en Jerusalén, abrumado por las sombras de dioses con cabeza de perro. Pero salí adelante.

Claro que nunca sabré si aquello fue realmente la mítica maldición de la momia o un catarro especialmente fuerte, o incluso el resultado de alguna otra maldición menos solemne. En El Cairo, como en todos los lugares turísticos, desde Venecia a Bangkok, uno oye tantas maldiciones a lo largo del día (incluidas las que pronuncia uno mismo) que, de funcionar todas realmente, lo de lord Carnarvon podría incluso considerarse longevidad.

De todas formas, lo cierto es que la maldición de Tutankamón, de la que he visto que se ha vuelto a hablar mucho en este centenario del descubrimiento, presenta una base estadística muy pobre.

De los profanadores de la tumba, el único fallecido prematuro fue el tal lord Carnarvon. Carter, que se supone que debería haber sido el principal objetivo de la maldición, vivió hasta la sesentena; y la hija de lord Carnarvon, lady Evelyn, que también fue testigo del hallazgo, vivió otros 57 años más, hasta 1980, a tiempo de ver más de media docena de versiones cinematográficas de La maldición de la momia.

De hecho, ese mito tiene un origen literario y es muy anterior al descubrimiento de Carter. Aparece por primera vez en una autora bastante inesperada, Louisa May Alcott (la de Mujercitas) y ganó difusión a partir de Arthur Conan Doyle (el de Sherlock Holmes).

El hallazgo de la tumba de Tutankamón lo convirtió en un cliché universal porque coincidió con la radio, el turismo de clase media y la novela barata de tapa blanda. A partir de ahí, la tutmanía, como se conoce a la moda que desató la aparición de la tumba, fue una auténtica locura: se compusieron canciones, se generalizaron los diseños con motivos egipcios, los bastones con el dios Anubis en la empuñadura y los cortes de pelo a lo Cleopatra. Hasta la madre de Churchill se tatuó un jeroglífico en la muñeca izquierda y el presidente norteamericano Hoover le puso a su perro Tutankamón.

Entonces se pensaba que el infortunado faraón había fallecido anciano («viejo rey Tut», decía un charlestón muy famoso en la época). Cuando se supo que había muerto en la adolescencia, o quizás incluso en la infancia, la historia se tiñó de una triste melancolía que le quitó parte de la gracia y quizás contribuyó al fin de la moda.

Luego se ha especulado mucho sobre si Tutankamón había caído en combate o si había sido asesinado (lo que, en un faraón, equivale a un accidente laboral). Hoy se cree que lo mató una enfermedad congénita que le hizo sufrir durante toda su corta vida. Y es cierto que en algunos enterramientos egipcios hay grabadas maldiciones para los que los profanen; pero precisamente no en el suyo.

Al final, puede que la maldición de Tutankamón sea verdad; solo que su única víctima fue el propio Tutankamón.

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