La muerte de Isabel

Eduardo Riestra
Eduardo Riestra TIERRA DE NADIE

OPINIÓN

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11 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Si uno lo piensa bien, la esencia de la monarquía es la muerte del rey. Ese es el momento de la perfección institucional, su razón de ser.

Quien sustituye al muerto está predestinado por circunstancias objetivas ajenas a la decisión de los hombres. Sus circunstancias al nacer. No hay valores morales ni culturales. El rey puede ser inteligente o burro, guapo o feo, bueno o malo, pero será rey. Es su destino.

Con el fallecimiento de Isabel, a la que pilló la muerte de su padre, hace setenta años, subida a un árbol en Kenia, del que bajó siendo reina, ha aflorado ese país que encuentra Alicia allá abajo cuando se precipita por el hoyo mientras se duerme leyendo un libro aburrido. El país de las maravillas y del surrealismo.

Y la ilusión con la que el heredero toma por fin su cetro, tras tantos años de espera —y que solamente es comparable a la felicidad con que Ratzinger se vio convertido en papa y comenzó a vestirse gorritos de armiño y calzarse zapatillas de seda— no deja de inspirar en la opinión pública cierta ternura.

Es cierto que la monarquía es en su naturaleza un disparate: Una jefatura de Estado hereditaria; pero por lo que estamos viendo en los ciudadanos británicos a lo largo de estos días, la institución es mucho más que eso.

Está injertada en sus propios genes, porque la reina es también el pasado, la familia, el niño que uno fue, la Navidad, la derrota y la victoria. Lo intangible, lo irracional, las cosas del alma —como el amor o la metáfora—.

Cuando la madre de Borges cumplió 95 años le dijo: «Ay, Jorge Luis, se me fue la mano».

Como a Isabel.