De profundidades está el mundo lleno. España no se escapa a esa máxima. Sucede que se reparten de forma un tanto arbitraria. En los mapas dibujados en Madrid y Barcelona, nuestros dos ombligos, se dibujan fácilmente la Galicia profunda (e incluso brumosa), la Extremadura profunda, la Andalucía profunda... Cualquier suceso sirve para renovar la etiqueta, para marcar esos lugares en los que, seguro, encontrarás dragones. Como si el crimen hundiera sus raíces en unas geografías o etnografías concretas, abonadas para la brutalidad. Pero los armarios capitalinos también guardan sus polillas y sus cadáveres. Sus historias rancias, como resucitadas de otros tiempos. Como la del conde de Atarés y marqués de Perijá. Un señor que, según han declarado los vecinos a los medios, hacía prácticas de tiro con una diana en el patio de su edificio mientras escuchaba Cara al sol. Acabó disparando a su mujer y a una amiga antes de suicidarse. En su domicilio de la calle Serrano (ni más ni menos) guardaba un arsenal de armas. Le servían de decoración junto con una cruz militar con una esvástica en el centro y retratos de Hitler y de Franco. Y estaba peleado con gran parte de su familia por una herencia. Es como si el guion hubiera sido iniciado por Berlanga y rematado por Álex de la Iglesia. Usando las escalas aplicadas a otras ciudades o comunidades, cualquiera diría que el argumento y el personaje son propios del Madrid profundo, de esas sombras propias y atávicas que emanan del subsuelo de la metrópoli. Conviene recordar lo que dijo Winston Churchill cuando le preguntaron qué opinaba de los franceses: «No he tenido el placer de conocerlos a todos».