Los gobiernos de coalición no existen

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Chema Moya

31 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

No, tranquilos, no me he levantado cogido a una botella de cazalla. Y, por tanto, el título de este artículo no es una boutade. Lo verán, si tienen la paciencia de continuar hasta el final.

Sé, claro, porque ese es uno de los campos de estudio de la profesión que llevo ejerciendo cuatro décadas, que a lo largo del siglo XX, tras la introducción del sufragio universal, los parlamentos nacionales se hacen más complejos. Y sé, por eso mismo, que -sobre todo en los países sin regímenes electorales mayoritarios, donde se reducen artificialmente la pluralidad política- las coaliciones de partidos en el poder ejecutivo se convierten, con frecuencia, en la única forma de dar salida a la ausencia de mayorías homogéneas.

Ocurre, sin embargo, y ahí está el problema, que en términos generales, y salvo raras excepciones, los de coalición no son en realidad auténticos gobiernos. Es decir, no son un grupo de personas que, bajo la dirección de un presidente, trabajan apoyando su liderazgo con un interés común y un único proyecto. Es verdad que hay ejemplos de gobiernos homogéneos dominados por luchas faccionales: el de UCD, sobre todo tras las elecciones de 1979, es de libro. Pero esa es la excepción y no la regla, mientras en los llamados gobierno de coalición las cosas son justamente al contrario: la regla es que cada uno de los partidos que lo forman va a lo suyo, con su propio proyecto y sus propios objetivos, entre los que siempre está el de crecer en el espacio de sus socios, aunque ello dañe la defensa de los intereses generales que todo gobierno debe procurar. Veamos dos ejemplos de actualidad.

El primero, Portugal. Como ayer explicaba en La Voz Miguel-Anxo Murado con su brillantez habitual («El riesgo calculado de Antonio Costa») el primer ministro portugués está jugando a una de esas estrategias llamadas de win win (ganar, ganar), de modo que su derrota presupuestaria podría ser un plan preconcebido por el propio presidente socialista con la intención de convocar unas elecciones en las que crecer quitando votos al Bloco y al Partido Comunista.

El segundo, la reforma laboral española. Los ministros de Podemos, y sobre todo Yolanda Díaz, juegan también al win win, sin la más elemental solidaridad con su Gobierno, que solo lo es a medias para ellos: si hay derogación de la reforma, Podemos gana, pues se apuntará el tanto, con el objetivo de crecer a costa del PSOE; si no la hay, y Podemos pierde, también gana, pues, con idéntico objetivo acusará a Sánchez de traicionar a los trabajadores.

Un Gobierno digno de tal nombre exige la solidaridad y lealtad de todos sus miembros al proyecto político que ha fijado el partido que lo dirige y quienes dirigen el partido. Tal cosa no existe casi nunca en los llamados ejecutivos de coalición, donde cada uno hace su guerra con la finalidad de crecer electoralmente a costa de los socios. Es suficiente con seguir la historia del que preside Sánchez, el primero en España desde 1977, para constatarlo sin ningún género de dudas.