Boris

Xosé Ameixeiras
Xosé Ameixeiras ARA SOLIS

OPINIÓN

DPA vía Europa Press

12 oct 2021 . Actualizado a las 11:43 h.

El Atlántico estaba apagado ayer, aunque lamía los acantilados con adornos de espuma. El sol pintaba de gris brillante los arenales mojados y la bruma daba un aire de misterio al horizonte. Los más nostálgicos del verano se mojan en el refresco de las aguas otoñales. La gente huye del tedio pandémico en este puente de desaceleración gozando de los parajes, pinchando con ahínco tajadas de pulpo, fotografiando el océano o bailando en las primeras verbenas del año. Se respira, no obstante, cierto aire de desorientación y una cautela pausada. Los pies de plomo aún pesan demasiado. Las bofetadas de los últimos tiempos provocaron un aturdimiento difícil de despejar. No le ocurre así a Boris, que se esconde en el lujo de Marbella, donde el mar está bastante agitado. Se aleja de las estrecheces postbrexit y viene a gozar de los rayos en la Costa del Sol y a cobijarse en un edificio de gusto islámico en las cercanías del Parque Nacional de la Sierra de las Nieves. Es lo de siempre, los próceres eligen para su ocio las exclusividades naturales que tan poco cuidan cuando rubrican decretos. Goza el hombre de su asueto con su país medio parado. Es lo que tiene no calibrar, que luego hay gente que espera diez meses por un visado en el pasaporte. «No inventes lo que no quieres que exista», escribió alguien acertadamente. Hay que andarse con ojo porque el infierno está empedrado de sirenas encantadas.

Resulta muy atractivo buscar el lado oscuro de las cosas, e incluso descubrirlo, pero cuando falta luz es muy fácil caer en el abismo. Hay mucho «neo» empeñado en darle cebada a los caballos del Apocalipsis, que, una vez gruesos, galopan sobre las nubes oscuras como en el film de Vicennte Minnelli.