El sereno

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

10 oct 2021 . Actualizado a las 09:48 h.

El Ayuntamiento de Madrid ha derogado estos días una batería de ordenanzas municipales que se habían quedado obsoletas, y entre ellas me ha interesado ver algunas que conciernen a los serenos, un oficio prácticamente desaparecido hace décadas. En Madrid, donde eran todos asturianos de Cangas del Narcea, se extinguieron oficialmente en 1986, pero todavía seguían en vigor las normas que les permitían imponer multas «de cinco pesetas» (diez en caso de reincidencia) «a los que produzcan ruidos y escándalos en la vía pública». Se entiende que quiten esa ordenanza: no ha dejado de haber ruidos en la vía pública, ni mucho menos, pero ha dejado de haber serenos y pesetas.

¡El caso es que esto me ha hecho acordarme de los serenos, que vagan por la nebulosa de la memoria. Era un personaje fascinante y algo inquietante: una especie de guardián de las sombras, con su chuzo, su linterna y su manojo de llaves enormes. Emergía de la niebla conjurado por una palmada, como los dioses en el Japón, y como un San Pedro o un Can Cerbero con aroma de aguardiente en el aliento, abría discretamente la puerta al noctívago, al marido infiel, a la chica con novio o a la enfermera del último turno. No decía nada, pero lo sabía todo de todos: las borracheras, los deslices, las desavenencias familiares… Imagino que por Navidad, cuando se pasaba a pedir el aguinaldo, para muchos debía ser como la aparición del personaje de la Conciencia en un auto sacramental. Como decía Gloria Fuertes en un poema sin ripios «entendía de gritos de mujeres, / sabía si parían o gozaban / y reía o llamaba al cirujano / El sereno era un hombre misterioso, / se afeitaba debajo de la luna / y fumaba cigarros prohibidos».

Pero esto es la mitología, que no admite excepciones. La realidad sí, y lo cierto es que el sereno que más recuerdo, el de mi calle cuando yo era pequeño, no era así en absoluto, sino más bien como aquel sereno amable que interpretaba Fernando Fernán Gómez en El guardián del paraíso (1955) de Ruíz-Castillo. Como tanta gente en la España de principios de los setenta, aquel sereno de mi calle era un pluriempleado: cuando acaba su horario de vigilante nocturno se iba directamente a atender el horno de una panadería y luego por la tarde era acomodador en el cine Paz, donde siempre nos buscaba el mejor sitio a mi hermano y a mí. El cuándo dormía aquel hombre es un misterio. Ahora que lo pienso me parece que había algo a la vez triste y poético en su vida atareada entre dos uniformes, el gris de sereno y el verde acomodador, siempre en la oscuridad (la de la sala de cine y la de la calle), ayudando a la gente a entrar en sus casas o a encontrar sus asientos.

Mi padre me contó una vez que los vecinos, que eran quienes pagaban a los serenos, habían hecho una cuestación para regalarle una pistola del nueve corto, que le entregaron solemnemente depositada en su caja forrada con terciopelo. Por lo visto, él lo agradeció emocionado. Mucho después mi padre se lo encontró una noche que volvía tarde del hospital y le preguntó si le había servido de algo la pistola. «Claro que sí, doctor Murado», le había contestado, «non vou a ninguna parte sen ela, porque teño medo que ma rouben». Y, con todo cuidado, le había mostrado la caja con el arma dentro, envuelta todavía en su papel cebolla, como unos zapatos recién comprados. Era la cosa más cara y hermosa que había poseído en su vida, y aquel hombre pacífico no le había encontrado otra utilidad que mirarla brillar engrasada a la luz de la luna.