Las páginas amarillas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

14 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Decía Chesterton, en una cita muy citada, que el periodismo consistía en contar que Lord Jones había muerto a gente que no sabía que Lord Jones estuviese vivo, y algo así ha pasado con la inesperada defunción de la edición en papel de las Páginas Amarillas. Inesperada, porque mucha gente no sabía que todavía existían, con lo que la información de su óbito ha consistido más que nada en explicarle a la generación más joven lo que eran: una guía telefónica temática de empresas y comercios. Llegó a ser uno de los libros -si es que podemos llamarlo así- más publicados de España, y seguro que de los más leídos. Todavía no hace mucho repartía 16 millones de ejemplares. Pero lo cierto es que hace ya bastantes años que aquel tocho de anuncios y teléfonos era un esqueuomorfo, es decir, un objeto diseñado para una función, pero que cumplía otra diferente: mayormente se usaba para calzar mesas cojas, para elevar el ordenador -que es muy bueno para las cervicales-, como escalón para llegar a la alacena de arriba de la cocina o para hacer aviones de papel que volaban por ahí llevando publicidad de Pinturas Rodríguez o de Bazar Álvarez.

A las Páginas Amarillas recurrían las castañeras en otoño cuando se les acababa la prensa diaria para hacer cucuruchos patrocinados por una ferretería o una fábrica de toldos. La publicación fue adelgazando como un caballo viejo, y, cada vez con menos páginas, daba para menos cucuruchos y aviones, no servían para llegar hasta las ollas de más arriba en la cocina y a la gente le empezaba a doler el cuello delante del ordenador. De modo que estas Páginas Amarillas se volvían doblemente amarillas, porque, además de serlo, amarilleaban aún más en un rincón de muchas casas sin que nadie las consultase, porque la mayoría prefería hacerlo en Internet.

Yo reconozco que ya hace tiempo que no les encontraba mucho uso. El repartidor las dejaba clandestinamente sobre el felpudo, sin llamar, como si se tratara de un gatito abandonado que nadie quiere, y yo me deshacía de ellas a la menor oportunidad. Acababan en el contenedor del papel para reciclar, lo que suponía una interesante redundancia, porque ya estaban hechas de papel reciclado, que se volvía a reciclar, y se volvía a imprimir… Y así sucesivamente, en una existencia budista de constantes reencarnaciones. Finalmente, parece que se ha interrumpido el ciclo y ya no habrá más Páginas Amarillas. Se quedan solo en Internet, donde funcionan muy bien, y les deseo toda la suerte del mundo; pero el hecho es que ahí ya no son páginas ni son amarillas.

Y el caso es que es ahora cuando me inspiran una cierta ternura. Escribíamos aquí no hace mucho una pequeña elegía al comercio desaparecido, a todas esas pequeñas tiendas y negocios que han cerrado o están abocados a cerrar en esta crisis. Y es ahora cuando me doy cuenta de que mientras que las grandes empresas estaban representadas en el color salmón de las páginas de Economía -Eduardo Haro decía que si le sirviesen un salmón de ese color no se lo comería- el amarillo de estas Páginas Amarillas era el gualda heráldico de esas otras empresas modestas y las tiendas de toda la vida, una especie de Gotha de la economía de barrio. Así que yo, por lo menos, pienso hacerme con la última edición en papel. Porque ahí está todos los nombres: el del bar leonés de la esquina que sobrevive a duras penas, el de la tienda de botones de la calle de al lado donde no entra nadie desde hace un año, el de la fábrica de churros de la que ya no sale humo… Espero que sobrevivan. Pero, si no es así, ahí seguirán, al menos, impresos sus nombres en las Páginas Amarillas.