Lo que esconden las cifras

Salvador Calvo FIRMA INVITADA

OPINIÓN

María Pedreda

29 ene 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Existen 280 millones de migrantes en el mundo. De los cuales 79,5 millones son personas forzadas a desplazarse. La mitad de ellos son niños. Más de 3.500 mueren en el intento. Cifras que se agolpan en nuestras cabezas, que se pierden en las cabeceras de los periódicos, que son escupidas abruptamente en los sumarios de los telediarios. Cifras escalofriantes que esconden millones de historias de seres humanos que han tenido la «mala suerte» de nacer en la zona más desfavorecida del planeta.

Cifras que anestesian. Que como un sedante esconden el dolor, el sufrimiento de aquellos que solo aspiran a alcanzar una vida mejor, o en la mayoría de los casos simplemente vivir, sin el adjetivo mejor.

Cuando el ser humano es capaz de aislar a uno de esos números, como ocurrió con Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años que flotaba en la orilla de la isla de Kos, o con Óscar y su hija Valeria, salvadoreños ahogados a orillas del río Bravo -es imposible olvidar cómo esa pequeña de dieciséis meses aún muerta abrazaba el cuello de su padre-, es entonces cuando el estómago nos da un vuelco y nos llenamos de vergüenza. Vergüenza de que algo así este ocurriendo aquí y ahora, en lo que todos consideramos nuestra justa «civilización desarrollada».

Por eso nos decidimos a contar la historia de Adú y Massar. La historia de esos dos niños africanos que sin ningún vínculo emocional se convierten en compañeros de viaje, en hermanos. A pesar de tener distinto idioma, son capaces de comunicarse, a diferencia de ese padre y esa hija occidentales interpretados por Luis Tosar y Anna Castillo. En ese viaje, los niños africanos descubrirán la amistad, la generosidad, la lealtad, la libertad y el amor. Valores que les harán crecer hasta convertirlos en adultos.

Una historia que duele y que para muchos resulta casi insoportable, no siendo ni la mitad de dura de lo que fue la historia de los personajes en los que nos inspiramos. Dos niños que tuve la suerte de conocer mientras rodaba mi anterior película 1898, los últimos de Filipinas, en la sede de CEAR de la isla de Gran Canaria. Nassin, con tan solo 6 años arribó a la isla en una patera, acompañado de su madre y sus dos hermanas. Al poco tiempo se descubrió que su madre no era tal y que como muchos otros niños venía para ser vendido en un mercado negro en el que estos pequeños son desguazados y sus órganos vendidos en una lucrativa red de tráfico de órganos que llena Europa de vergüenza. La supuesta madre fue detenida y el niño trasladado a un orfanato en los alrededores de París.

La otra historia inspiradora fue sin duda la de Yean, de 16 años y que huyó de las continuas violaciones de su tío, un «señor de la guerra» somalí, teniendo que atravesar el desierto del Sáhara solo, escapando de las redes de tráfico de seres humanos que le llevaron a ser esclavo en Libia durante dos meses, y que le obligaron a prostituirse en Marruecos para conseguir el pasaje en la patera que le trajo a España. Allí, en Canarias, murió a las dos semanas de haber llegado por culpa de un sida en estado terminal.

Dos historias durísimas que ponen cara y ojos, carne y nombre al drama que esconden esas asépticas cifras.