Empezaba el año 1977 y Galicia parecía todavía un cuadro de Lloréns o de Bello Piñeiro
21 ene 2019 . Actualizado a las 20:50 h.Antes de aterrizar, los aviones a A Coruña suelen regodearse con el mar; pero este lo hizo sobre la laguna de Cerceda. Con asiento de ventanilla, contemplé el contorno majestuoso de ese cuerpo de agua artificial, como la huella de un gigante rellena de agua de lluvia. Uno de los charcos por antonomasia de esa tierra de charcos que es Galicia. De hecho, sí es la huella de un gigante, el de la industria, que horadó ese valle para extraer lignito. Y ahora llega, precisamente estos días, la noticia de que la central térmica de Meirama, en Cerceda, será desmantelada definitivamente el año que viene.
Se cierra así el ciclo de lo que empezó con el gran drama de la expropiación forzosa y violenta de la parroquia de As Encrobas, para hacer sitio a aquella mina que luego pasó a ocupar la laguna. He vuelto a ver las históricas fotos que publicó entonces Xosé Castro, Pepucho, aquí en La Voz: la mujer embistiendo a la Benemérita con un paraguas, la frágil anciana rodeada de ciclópeos guardias civiles con tricornio y capote -era todavía la Guardia Civil del romance de Lorca-. Empezaba el año 1977 y Galicia parecía todavía un cuadro de Lloréns o de Bello Piñeiro.
«Primeiro Portomarín, / logo Castrelo do Miño. / ¡Dispois tocoulle ás Encrobas / sufrir parello destiño!», cantaba entonces Fuxan os Ventos, al son de un lúgubre pandeiro. Siempre se dice que As Encrobas fue la primera gran batalla de la izquierda nacionalista. Es cierto que le proporcionó su gran fresco épico. Pero, recordada ahora, retrospectivamente, pienso que aquella fue más bien la última batalla de la Galicia tradicional, de la eterna Galicia de la parroquia. Los vecinos de As Encrobas luchaban contra la expropiación, contra las indemnizaciones iniciales, que eran cicateras; pero, sobre todo, su gran temor era verse desperdigados, separados los unos de los otros, rota su comunidad y su vínculo con el paisaje. Esa seguía siendo una exigencia central cuando ya todo se veía perdido: que les dejasen seguir juntos en otro sitio, y que ese otro sitio fuese parecido, que tuviese el mismo clima, los mismos árboles, la misma hierba. Querían incluso llevarse a sus muertos. Querían preservar a toda costa la parroquia, entonces la verdadera patria del gallego, una identidad que se extendía hasta el Más Allá, donde, como atestigua la creencia en la Santa Compaña, las parroquias permanecen intactas para siempre.
Al final, la Galicia eterna perdió su batalla y el progreso impuso su nuevo paisaje. Era, seguramente, inevitable. El lignito se extrajo durante treinta años. Luego se acabó, hace más de una década, y la central empezó a importarlo. La mina agotada fue rellenándose con agua y envolviéndose en árboles. Hoy es un paisaje que ha hecho las paces con su entorno y se vuelven a escuchar los sonidos de la naturaleza. Si las leyendas gallegas sobre lagunas son ciertas, también se deberían oír por la noche las voces de las aldeas que desaparecieron en su día para hacer sitio a la mina: A Lousa, Burís, Gontón... Igualmente, si son ciertas las tradiciones sobre el Alén, la parroquia de As Encrobas, dispersada en este mundo, sigue reunida en el otro.
Pensaba en estas cosas sobrevolando la laguna de Cerceda, esta semana. Su forma, desde lo alto, me recordó al lago Tiberíades, en Galilea, donde faenaba el apóstol Santiago, aquel gallego de adopción. Los cabalistas judíos de Safed decían que aquel lago era «el Ojo de Dios». El de Cerceda, desde el aire, me pareció el Ojo de Galicia, que todo lo ve y todo lo recuerda: un ojo húmedo, lacrimoso como el de una campesina anciana a la que le tiembla ligeramente el párpado.