Otra Universidad

Venancio Salcines FUNDADOR DE LA ESCUELA DE FINANZAS Y PROFESOR TITULAR DE TEORÍA ECONÓMICA EN LA UDC

OPINIÓN

14 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Corría el primer cambio de milenio y Europa vivía un anómalo proceso de paz. En ese marco nació la Universidad, primero en Bolonia y, al poco tiempo, en París. Los aristócratas entendieron que sus herederos no deberían estar formados por el jefe de armas. Tenían que salir de su espacio. La Iglesia buscó a sus miembros más doctos y, con ellos, consiguió, más que un área de conocimiento, un espacio de socialización para la nobleza. Así nació la Universidad, como escuela de príncipes. Y así siguió, durante siglos, explicando los saberes básicos. Los oficios necesarios para la actividad económica no se abordaban, para eso estaban los gremios y su estructura laboral de aprendiz-maestro. El nacimiento de los estados modernos abrió la institución y, no por generosidad, sino por necesidad. Las coronas necesitaban talento para los nuevos Estados, y esos debían salir de la nueva institución, que pasan a ser el espacio educativo de la élite. Y en esa línea argumental, es como se desarrollan hasta la Segunda Guerra Mundial.

Europa, tras derrocar a Hitler, llega a dos conclusiones, la primera, que necesita técnicos para poder desarrollarse y, segundo, que precisa de ciudadanos con visión crítica del Estado. Y la Universidad garantiza, o al menos eso creen, esas dos necesidades. Se populariza. En España, este proceso se produce a la muerte de Franco y este dato explica una buena parte de los actuales males de la gobernanza universitaria.

La consolidación de las democracias liberales provoca que la lectura social del sistema universitario se dirija esencialmente a su aportación al desarrollo económico. Los anglosajones hacen una lectura amplia y entienden que deben convertirla en el puente que les una con sus mercados. Crean universidades globales. Por eso, cuando caminan por Kuala Lumpur o Qatar, nos les sorprende encontrarse con una sección universitaria de su país.

España lleva otra dinámica. La clase intelectual de la transición entiende que el sistema está prostituido por el régimen y debe ser limpiado y algo más relevante, sacralizado. Consiguen crear una gobernanza que pivote sobre los nuevos sacerdotes supremos, los catedráticos ¿Y la sociedad civil, la que paga las nóminas? Los pecadores no deben entrar en el templo, nada bueno pueden aportarnos. Obtenida la primera victoria, pronto alcanzaron la segunda, la más dañina, hacerse dueños del espacio de educación superior. Convencieron al país que ellos son alfa y omega de todo proceso que vaya más allá de bachiller ¿Y la formación profesional? Esa es para los impuros. Esta visión supremacista, fuertemente arraigada en Galicia y abonada por los respectivos conselleiros de educación, está extendida por todo el Estado y es la lacra contra la que combatir. Estamos en un entorno de continuos cambios y tan es así que muchos de ustedes, si superan los 45 años, habrán visto ya dos revoluciones industriales, la tercera, la irrupción de las tecnologías en el sistema productivo, y la cuarta, que está entrando actualmente, también denominada Industria 4.0 Por tanto, ¿Qué toca? Que el sistema, siguiendo al anglosajón, se ponga al servicio de la sociedad asumiendo un proceso de desacralización, que sea parte del espacio de educación superior y no el todo, y por último, que su gobernanza debe ser flexible, ágil, global y profesional.