Una Constitución de «consenso»

Manuel Iglesias Corral

OPINIÓN

02 ene 2018 . Actualizado a las 01:49 h.

Un tiempo de duración inusitada de poder personal, de sistema monocrático, de poder absoluto, no bastó para borrar un impulso relacionado con una tradición evidente: la del paralelismo expresivo entre la evolución política española y la general europea continental. Podrían resumirse las grandes corrientes que condicionaron el desarrollo y la organización de la estructura política constitucional española en las dos últimas centurias en tres corrientes, cada una de las cuales se orienta hacia tipos constitucionales, ideales, criptoconstitucionales, o hacia pactos constitucionales. Se encuentran en el primer caso las «Constituciones programáticas», tentativas constitucionales que intentaron actualizar, dinamizar y modernizar la sociedad al mismo tiempo que variaban en profundidad el sistema de poderes públicos del Estado. En España tres modelos ejemplares fueron la Constitución de Cádiz de 1812; la de 1889 y la republicana de 1931.

Otra corriente es resueltamente contraria al espíritu del constitucionalismo, la que corresponde a los regímenes totalitarios, que se nutren en el rechazo de la división de poderes y excluyen el control popular de los gobernantes. Mal llamados constitucionales, como el Estatuto de Bayona de 1808.

Una tercera corriente marca con sello característico la casuística más propia y original de la historia constitucional española y corresponde a los pactos o transacciones de amplia convergencia doctrinal y política expresada en un texto constitucional, todos éstos concebidos en períodos de crisis, y que coinciden con la salida, corta o larga, de un intenso período de guerra civil, como las Constituciones pactadas de 1837 y 1876.

La Constitución de 1978 es un punto de convergencia histórica que tiene como base y sustentáculo el compromiso de fuerzas políticas, designadas libremente por el pueblo español en las elecciones pluralistas de 1977. Las fuerzas políticas, primero con anterioridad a 1975, empujando la evolución; más tarde elegidas a través de representantes en las Cortes de 1977, decidieron, con gran ponderación, una transacción histórica. En lugar de dejarse arrastrar a confrontaciones domésticas o secundarias sobre cuestiones electoralistas o cuantitativas sobre votos y escaños, o por la dificultad de establecer más o menos débiles mayorías parlamentarías, el texto constitucional de 1978 es el resultado de un pacto parlamentario, reflejo de las fuerzas políticas que representaban, con mayoría cualificadísima, casi aplastante, el arco real del país.

Se ha discutido el reconocimiento semántico de nacionalidades y regiones, que a muchos les ha parecido difícil de deslindar y aun a los constituyentes hallaron dificultades en su definición. Puede admitirse que esto sea cuestión de detalle, porque en España hoy se llama nacionalismo a lo que antes se llamaba regionalismo en muchos casos.

Es un índice importante en la valoración de la Constitución de 1978 el de considerar que nunca se había logrado un nivel tan alto de legitimidad popular, pudiendo afirmarse que el 80 % del cuerpo electoral, eligió representantes que a su vez en más de un 90 % apoyó el texto.

La Constitución fue producto de una transacción política que recibió el nombre de «consenso». La circunstancia decidió a las fuerzas políticas a una aceptación y modernización de las tradiciones políticas y jurídicas. La Constitución llegó a un régimen político capaz de mantener e innovar en el «justo medio». Un nuevo doctrinarismo que habría de ser al mismo tiempo ideológico, político, jurídico e institucional: de pragmatismo más bien en el sentido anglosajón de la expresión que en el del espíritu latino.

Dos pilares para sustentar el nuevo régimen constitucional y consolidarlo son la Corona y las Cortes. Desde el punto de vista formal la Constitución de 1978 es un texto casi demasiado amplio, el segundo en amplitud en nuestra historia. Quizá pudiera haber ocupado menos extensión formal y es posible que contenga preceptos reiterativos especialmente en su Título VIII. Se ha pasado a un doctrinarismo propio de los tiempos en el continente europeo de la segunda postguerra mundial. Las constituciones europeas posteriores a 1945 fueron fruto de pactos en difíciles momentos. Francia en 1946, revisión en 1958; Italia, en 1947-1948; Alemania, en 1949, etcétera. Una zona media fue así alcanzada durante este período deseoso de incorporar y mantener toda la tradición pluralista liberal y democrática.

El constitucionalismo liberal democrático y social intentó asimilarlo la Constitución española de 1931, pero se frustró prematuramente por la incidencia de conocidas circunstancias internas y externas, como lo fue en otro contexto la República de Weimar.

La Constitución de 1978 reanuda por tanto, con una tradición interrumpida la de su propia significativa posición liberal con la vocación democrática y social interrumpida en 1939 y nunca perdida, según lo demostró la voluntad popular expresada en las elecciones generales de 1977. Nuestra Constitución de 1978 trata de superar también todo antagonismo del Derecho Político español con el Derecho europeo permanente, adaptándose a los imperativos del Estado y de la sociedad democrática de nuestro tiempo.