Los que estudiamos Formación del Espíritu Nacional debiéramos ser nacionalistas, nacionalistas españoles, que para eso nos daban tal formación; sin embargo, los nacidos en los cincuenta vivíamos alejados de la política, por falta de interés o por interés de unos pocos. No dejaba de ser una de las tres marías, junto con Gimnasia y Religión, que se aprobaban con mostrar actitud más que aptitud. Los nacidos en los sesenta ya no tuvieron que estudiarla. Esa generación, sobre todo las mujeres, había cambiado respecto a la anterior más que ninguna, aunque los jóvenes tampoco se ocupaban de la política. Así las cosas, la muerte de Franco se vivió como una gran pérdida y la vuelta de la democracia como una gran esperanza, pero ambas con gran desconcierto y gran desconocimiento.
Con la gente tan ilusionada como mal formada, la Transición fue un pacto entre desiguales, que tenía como preámbulo la garantía de continuidad de las oligarquías económicas; un pacto mitificado por el cine y la televisión (Cuéntame). Las élites del franquismo impusieron la amnesia como conditio sine qua non (Ley de Amnistía); fuimos la excepción europea a la hora de revisar la memoria histórica. Los partidos políticos (inmovilistas, reformistas, izquierdistas) se repartieron las tareas; hubo compromisos entre sotto voce y off the record, porque aún no sabíamos idiomas. Los gobernantes podían prometer y prometían; por ejemplo, la integración en el mercado europeo (prometieron el mercado, no la democracia europea). Unos y otros difundieron los axiomas del posibilismo: «Se hace lo que se puede», y del miedo: «No te metas en política»; retahílas que bastaban para convencer a una ciudadanía que se daba por contenta con avances evidentes, como la democratización de la cosa pública, la descentralización administrativa, la ampliación de la clase media, el consumismo, la modernidad o el destape. En cuanto al interés por la política, los nacidos en los setenta, coetáneos de la democracia y la europeización, se dividieron, desproporcionadamente, entre implicados y pasotas.
La generación de los ochenta y noventa se moviliza más y participa más, a su manera. Son jóvenes que han leído El rey desnudo de Andersen por Internet, no como un cuento sino como un apólogo, y se han quedado con la moraleja: «No es verdad todo lo que todos dicen que es verdad». Pueden comprender cómo se echaron los cimientos del edificio de la democracia, pero se preguntan por qué no se le han hecho reformas durante más de cuarenta años. Para la generación más formada, esa que la crisis ha convertido en un precariado ilustrado, no hay tabúes: ni la Constitución, ni el Concordato, ni el sistema electoral, ni la organización territorial, ni el modelo de gobierno, ni el modelo de Estado, ni la nación, ni la nacionalidad. En esta generación falta espíritu nacional, pero al menos hay espíritu crítico.