Si se fijan ustedes, lo más terrorífico de los crímenes del viernes en Francia es la cercanía. Los terroristas ya habían mostrado al mundo su crueldad de una manera más despiadada todavía en Siria e Irak con los degollamientos de prisioneros. Son los que encierran en jaulas a seres humanos y les prenden fuego, los que tiran de las azoteas a los homosexuales. O sea que eso ya lo sabíamos. Con lo de Charlie Hebdo todavía nos manteníamos a salvo, porque -se decía mucha gente- las víctimas no se lo merecen, pero hay que reconocer que ¡dibujan cada cosa! Pero ahora han matado a gente como usted y yo, que ha salido el viernes a cenar, han matado en el corazón de la normalidad, la razón última de la civilización occidental: salir los viernes a cenar con tu mujer y unos amigos. Por eso yo creo que el Estado Islámico ha firmado su sentencia de muerte. Ya no es un problema, digamos, sectorial. Ahora es un problema occidental global, y por consiguiente es un problema universal. Y, aunque sea duro decirlo, los sirios inocentes, los musulmanes mansos, apacibles, os bos e xenerosos, están de enhorabuena.
Porque yo creo en la fraternidad universal para bien o para mal, y lo malo de la lejanía es que el problema se arregla más fácilmente apagando la televisión, pero ahora ya está en el salón de casa. Incluso con la televisión apagada.
Y hay que reconocer de una vez por todas que no siempre los buenos deseos arreglan las cosas, y que defenderse no es siempre un acto de arrogancia imperialista yanqui.