Ya ha transcurrido un año desde aquella barbarie de la que fueron víctimas cerca de medio centenar de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en la ciudad mexicana de Iguala.
Contra lo que suele ser norma en un país diezmado por la violencia más brutal, este suceso, que alcanzó una repercusión mediática y política muy superior a lo previsto por las mentes perversas que lo planificaron y ejecutaron, un año después sigue coleando.
Nadie que no tenga intereses directos o indirectos en el asunto se cree la versión oficial de los hechos, la que la Procuraduría General de la República (la Fiscalía) presentó como «la verdad histórica», según la cual los estudiantes fueron asesinados, y sus cuerpos incinerados en un basurero del vecino municipio.
Nadie pone en duda la implicación del alcalde y su esposa, que fueron detenidos a los pocos días como autores intelectuales en calidad de jefes del grupo criminal Guerreros Unidos, que sería el ejecutor de los crímenes con el apoyo reconocido de la policía local, pero también de elementos de la policía federal y del Ejército, según las investigaciones no oficiales. Un informe de una comisión internacional dado a conocer recientemente en México tira por tierra la tesis clave de la investigación oficial. Investigaciones periodísticas de la máxima solvencia, como las de Sergio González, apuntan a la implicación de la CIA.
Lo único que está claro a estas alturas es que lo de Iguala fue algo más que una historia de buenos y malos muy malos, a la que no es ajeno el aparato del Estado.