El 1 de junio de 1890 se pegaba un tiro Camilo Castelo Branco, asediado por las dificultades económicas y emocionales y la ceguera. Hay un filme de Manoel de Oliveira que dramatiza con justeza estos últimos días del escritor, en su casa de Famalicâo. ¡Qué vida, la de Castelo Branco! Vida, desde luego, marcada por el infortunio y la pasión, desde el nacimiento.
Vida alborotada. Era hijo natural, muy pronto huérfano de padre y madre. Se casó a los 16 años, pero en poco tiempo pierde tanto a su mujer -de la que ya se había separado- como a la hija que ambos tuvieron. Fue lo que se dice un hombre de carácter: llegó a desenterrar el esqueleto de una antigua amante, al parecer con el solo objeto de realizar investigaciones médicas -estaba cursando estudios de medicina-. Cumplió prisión, varias veces, una por el rapto de una muchacha de Vila Real, con la que también tuvo descendencia. Todo esto antes de cumplir los 23 años. Fue, como era de rigor, todo un bohemio en el Oporto de mitad del siglo XIX. Periodista, dramaturgo, poeta, autor satírico, duelista que se batió por amor y por otros lances. Procuró, al tiempo, los amores de una monja y una costurera. Su gran pasión se llamó Ana Plácido, a la que a menudo hizo aparecer con distintos nombres en sus novelas.
Enamorado precisamente de esta mujer que se casó con otro, un capitalista brasileño, se recluyó en el seminario, para apagar -se cuenta- los ímpetus de la carne. No estaba exento, sin embargo, de una vena mística. Cuando Ana Plácido dejó a su marido, Castelo Branco se fue a vivir con ella, con gran escándalo de la nación lusitana al completo. Ello les supuso a ambos una temporada en prisión. Finalmente absueltos, y muerto el marido de ella, puede que del disgusto de ver a su mujer en manos del escritor, la pareja vivirá hasta el final en la casa que había sido propiedad del brasileño, en Famalicâo. Castelo Branco, escritor prolífico, tuvo dos hijos con el amor de su vida: uno loco, el otro incapaz de hacer nada concreto. Camilo tuvo que escribir a destajo para sortear las penalidades económicas. Incapaz de pagar las deudas, llegó a sacar a subasta su biblioteca personal.
Toda su literatura refleja estos infortunios. Su vida exagerada fue una fuente de inspiración para su escritura, especialmente también la continua falta de estabilidad emocional: Amor de perdición es, desde luego, su gran título, en más de un sentido. Al final, es nombrado vizconde de Correia Botelho y el Estado le concede una pensión, que no acabará, sin embargo, con sus desvelos. En 1878 había sufrido un accidente de tren que le dañará la vista, hasta que la ceguera, progresiva, y las turbulencias nerviosas, lo determinen a acabar con su vida.
Camilo Castelo Branco es el gran ejemplo de una soberana mistificación: la del autor que confunde, también en más de un sentido, la vida con la escritura. Un gran desorden existencial y una pasión tan poderosa que se vuelve espectáculo teatral, puro poema o folletín melodramático donde ambos dominios, el de la literatura y la vida, se alimentan más allá de cualquier voluntad de verdad o de verosimilitud. Porque el arte, como estaba pensando Nietzsche por esos mismos años, es más importante que la verdad misma: es lo que afirma la vida.
Bárbaro espectáculo el de estos románticos retardados, Camilo, Nietzsche o Strindberg. Su vida y su escritura exagerada son el canto del cisne de una sociedad que, en manos de la técnica y del progreso, hará de la vida misma un orden. Una época en que, como dirían algunos poetas, quizás ya «dará igual morir», porque ya no será posible siquiera tener una muerte propia. Antes, sin embargo, de esa caída en manos de lo que Heidegger denominó como «instalación en lo impersonal del ser» -lo que propició buena parte de la reflexión del siglo XX y todas las consiguientes crisis de la narratividad- tenemos estos divinos actores de sí mismos, pirotécnicas máscaras de la ficción donde la vida se refugió para escapar acaso del vacío -o de la ceguera- de sí misma.