La evolución de la justicia penal, desde Hammurabi hasta hoy, no tuvo por objeto castigar compulsiva y expeditivamente a los criminales, sino lograr que la respuesta al delito se hiciese con mesura, garantizando los derechos del procesado, respetando la presunción de inocencia, y con sanciones orientadas a la reinserción social. Y en este camino, que dista mucho de estar terminado, la España de la transición había alcanzado niveles ejemplares.
Lo que nos debe separar de Hammurabi, de Dracón, de la Inquisición, de los tribunales revolucionarios y de Lynch no es la capacidad reactiva del derecho penal, sino una cultura jurídica que antepone la dignidad humana a la exorbitada protección -muchas veces violenta y poco garantista- del orden social. Y eso es lo que está en abierto retroceso. Porque, en aras de una eficiencia judicial mal entendida, hemos regresado a un derecho penal que busca el castigo del delincuente por encima de cualquier otro valor o condición. Y en ese pozo no perece solo el humanismo penitenciario, sino que, en una aberrante explosión de justicia populista, se está reblandeciendo la presunción de inocencia, se usa la instrucción como pena anticipada, y se devalúa hasta límites insoportables la sustantividad de la prueba.
Lejos de moderar y distanciar la respuesta al delito, la tendencia penal actual es, cuando no la acción preventiva, intervenir ipso facto. Y de esto es un desgraciado ejemplo el linchamiento moral del profesor López Aguilar, al que un modelo exagerado de vigilancia penal -que él contribuyó a crear- le está enseñando más derecho del que había aprendido como estudiante, catedrático, diputado y ministro de Justicia. Ni es necesario actuar así, ni se está demostrando que la imputación expeditiva, propia de la justicia mediática, sirva para mucho más que cometer injusticias legales en serie. Tampoco tiene sentido detener y humillar a políticos y empresarios que, tras sufrir esta tortura psicológica expresamente buscada, suelen quedar en libertad sin fianza y con su vida varada en procesos interminables. Ni montar condenas atrabiliarias -muchas veces revocadas- sobre delitos cada vez más gaseosos y de apreciación discrecional. Ni tener la política cautiva de un trámite procesal -la imputación- que los jueces y los partidos manejan como los vaqueros el revólver. Ni sembrar el mundo de sospechas en racimo. Ni hacer jurisdicciones especiales para todo. Ni manejar la corrupción como si fuese un delito infinito y no cuantificable, en el que corromper el Estado y recibir una botella de vino computan en la opinión pública como escándalos equivalentes.
La hipertrofia normativa y punitiva está deteriorando gravemente el derecho penal. Y lo malo es que la mayoría de los jueces no se sienten degradados por tan lamentable deriva de su excelsa función.