Los padres que deciden retirar a sus hijos del colegio para continuar con su educación en casa lo hacen por el bien de los pequeños. Bien sea porque consideran que en el centro escolar no están motivados -como es el reciente caso de Ourense-; porque sus niños sufren acoso; porque están en desacuerdo con la rigidez de los horarios y las materias de la escuela; o porque simplemente creen que ellos, como padres, lo harán mejor.
No está por tanto en debate la discusión de si abandonan a sus hijos o realizan actos que les perjudican gravemente. Países avanzados como Canadá y Estados Unidos lo permiten. Sí creo que se equivocan. Ayer mismo, en una entrevista radiofónica, la presidenta de la Associació de Mestres Rosa Sensat, Irene Balaguer, insistía una y otra vez en que los niños necesitan «hacer amigos» por encima de todo. Las actividades extraescolares, la familia o el ocio les aportan contacto con otros pequeños, pero no es suficiente, «necesitan un roce constante», apuntaba. Si el problema es la rigidez de los horarios, tratemos de flexibilizar la escuela para los más pequeños; si es la motivación, tratemos de motivarlos desde el aula. No hay espacio de socialización más rico y diverso que la clase, en donde 25 personitas con menos experiencia y arrugas que los adultos aprenden a convivir, descubren los límites, que todos los juguetes no son para ellos o que no siempre se gana, pero siempre se participa. La escuela imparte conocimiento, por supuesto, pero no forma genios, sino personas. Que no es poco.