Existen ocasiones, no muchas, también hay que decirlo, en las que todo un rey puede acabar dando pena a un ciudadano corriente como yo y como la mayoría de ustedes. Me pongo en el papel de Felipe VI, teniendo que aparecer mañana en los hogares de toda España para pronunciar mi primer discurso navideño como jefe de Estado, y no le arriendo la ganancia. De aquellas dos palabras que su padre convirtió en lugar común en sus alocuciones, las del «orgullo y la satisfacción» que le producía el dirigirse en Nochebuena a toda la nación, es probable que el rey sienta la primera, pero dudo mucho que comparta la segunda. Y no lo creo, porque ni la situación del país ni la suya son ciertamente como para sentirse satisfecho.
En una España sumida en el pesimismo económico y el descrédito político, no debe de ser fácil debutar en esa tarea de insuflar optimismo, confianza y buen rollo. Pero si a 48 horas de afrontar semejante prueba, un juez decide sentar en el banquillo a tu hermana por un delito de fraude fiscal que podría costarle hasta cuatro años de cárcel, pidiéndole además una responsabilidad pecuniaria de 2,6 millones de euros, el estreno real se convierte más bien en un viacrucis del que le será muy difícil salir ileso.
Pocos tópicos hay más falsos que aquel que dice que la Justicia es igual para todos. La prueba es que los propios jueces hablan de «la doctrina Botín» o «la doctrina Atutxa», demostrando así que son los casos que afectan a los poderosos, y no los de los ciudadanos comunes, los que sientan jurisprudencia. El de la infanta Cristina es también paradigmático. Solo hay que ver, por un lado, la numantina resistencia de la fiscalía a su procesamiento en un caso en el que cualquier otro estaría ya siendo juzgado. Y, por otro, el hecho de que haya sido condenada por casi todos de antemano, hasta el punto de que, en caso de ser absuelta, se dirá que los jueces dictan sentencia a sabiendas de que es injusta. Es decir, que prevarican.
Es cierto, sin embargo que, resulte culpable o inocente, la infanta ha causado un daño irreparable a la Corona, por el que debería haber renunciado hace ya tiempo a sus títulos y sus derechos dinásticos. Y ello es así porque, según sostiene con razón el filósofo Javier Gomá, en una sociedad justa el respeto a la ley es hoy «necesario, pero no suficiente», ya que todo comportamiento, en especial el de quienes ocupan posiciones de privilegio, debe ser además «ejemplar». Un concepto este, el de la ejemplaridad, asumido precisamente por don Juan Carlos en su discurso navideño del 2011 y que, a la postre, le llevó a él mismo a abdicar la Corona. Y es obvio que, legal o no, el comportamiento de doña Cristina, y no digamos ya el de su esposo, no ha sido ejemplar.
Son esas circunstancias las que obligan a don Felipe no solo a marcar distancias con su hermana, sino a mostrarse implacable con ella por seguir lesionando gravemente la confianza ciudadana en la monarquía. Lo contrario significaría que la abdicación de don Juan Carlos no ha servido para nada.