Lo mejor de todo fue la normalidad

OPINIÓN

20 jun 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

El envoltorio -la solemnidad del juramento y los aplausos, el fajín de capitán general, el desfile de honores y el baño de pueblo-, fue muy ajustado. Un poco más resultaría empalagoso. Y un poco menos sería cutre o carente de institucionalidad. Así que todo normal, que es lo mejor que se puede decir de una sucesión en la Corona.

Y sobre lo sustantivo -el discurso- haré algunas breves observaciones. Como soldado que es, el valor de Felipe VI «se le supone», y su promesa de una «conducta íntegra, honesta y transparente» constituye una proclama innecesaria. El respeto a la institución monárquica se lo otorgamos de antemano, sin más requisito de legitimidad que el de cumplir la Constitución y las leyes. Y por eso creo que pudo evitarse la sensación de expresa distancia con el rey abdicado que inevitablemente se sugiere. Me gustó mucho, en cambio, que reivindicase la Transición a favor del pueblo que la protagonizó, y que, al margen del entendible deseo de conectar con la legitimidad histórica a través de su abuelo, haya dejado bien sentado que es el primer monarca que sube al trono por obra y gracia de la Constitución democrática.

También celebro que empiece a decir que la historia de nuestro país no es un error desgraciado, ni está monopolizada por ningún territorio, y que sin ella «no puede entenderse el curso de la Humanidad». Porque es así, y no tiene sentido que sigamos flagelándonos. No entiendo, en cambio, y me parece una concesión a las tertulias, la insistencia orgullosa en el talismán de su generación: «una Monarquía renovada para un tiempo nuevo [?] con el espíritu abierto y renovador que inspira a los hombres y mujeres de mi generación». Porque la juventud no es un mérito ni una virtud -esto se lo habría dicho Rouco si hubiesen programado un Te Deum-, y porque en menos de diez años habrá varias generaciones que lo tendrán por un vejestorio, y que, usando sus propios argumentos, pedirán que deje paso a Leonor.

Las referencias a la crisis social y económica fueron tan tópicas como necesarias. El homenaje a las lenguas y a la diversidad fue un lugar común con limitado alcance, porque hace tiempo que el problema lingüístico no es político, sino social, y que las peticiones de máximos -basadas en la inmersión- ya no tienen solución razonable. Y lo mismo cabe decir de las menciones hechas a la UE como espacio propio, y a Hispanoamérica y Medio Oriente como referentes de política exterior. Pero donde verdad se la va a jugar Felipe VI es en «esa España, unida y diversa» en la que «cabemos todos». Porque entorno a esa realidad multisecular gira hoy un león rugiente que quiere y puede devorarla, y que compromete gravemente la autoridad del Estado y la monarquía.

Viéndolo en conjunto, sin embargo, todo se hizo bien. Y por eso le brindo al rey un sabio consejo en boca de Séneca: «Esse aliquem in quem nihil fortuna posse». Que traducido por el atajo dice: «No improvises jamás, ni le eches culpas al destino».