El 11 de marzo del 2004, Araceli se había levantado a las 5.30, como cada mañana. Corrió con su marido para dejar a los niños con los abuelos e irse a trabajar, él en coche, ella en el tren. La primera bomba explotó en el vagón de al lado y vio las bolas de fuego de la segunda y la tercera mientras una masa humana que corría hacia la salida de la estación de Atocha la llevaba casi en volandas. En estado de shock vagó por las calles hasta que fue capaz de responder a una de las infinitas llamadas a su móvil y su marido pudo encontrarla. Empezó a cruzar un oscuro túnel de aislamiento y depresión, de tratamientos psiquiátricos y terapias. Perdió su trabajo y firmó un divorcio. Diez años después sigue luchando por su vida y tratando de salir a flote con su familia a base de empleos temporales.
El 11-M segó 191 vidas y causó lesiones a otras dos mil. Doscientas personas siguen recibiendo tratamiento psicológico. Las vidas de dos millares de familias se rompieron aquel día. Tuvieron que iniciar una durísima tarea para tratar de coser los pedazos, mientras a las secuelas físicas y psicológicas de la catástrofe se unían progresivamente las del olvido, la incomprensión e incluso la instrumentalización de su dolor.
Hoy toca recordatorio. Mañana volverán al olvido, a situarse con otras vidas rotas en las cunetas de un sistema que fabrica aceleradamente marginados. Las vidas rotas interesan poco a quienes sirven a intereses de grupo disfrazados de servicio a las personas. Están logrando que cada vez más personas se agrupen sin contar con ellos y amenacen con apartar a los que rompen vidas con sus actos y olvidan a los de las vidas rotas.