El juez juzgado

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

10 feb 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

E l juez Garzón ha tenido tanto protagonismo en nuestra vida política durante las dos últimas décadas que era inevitable que una causa contra él acabara dividiendo de forma radical a la opinión pública española: los que están en su contra y los que están a su favor.

Y sin embargo, más allá de la persona de Garzón, el caso que ayer sentenció el Tribunal Supremo afecta a una cuestión trascendental para el ejercicio del derecho a la defensa que todos tenemos garantizado por la Constitución y por las leyes.

Cuando Garzón ordenó grabar las conversaciones entre los procesados en el caso Gürtel y sus abogados defensores tomó una opción muy arriesgada, que luego, formulada ya causa contra él y abierto juicio oral, habría de justificar con dos argumentos diferentes y en cierto sentido contradictorios entre sí: que su intención no era grabar a los letrados sino a los acusados; y que algunos de los primeros desempeñaban «un papel clave en el mecanismo de blanqueo de dinero de la trama».

El Tribunal Supremo debía, pues, resolver, entre otras cosas, estas dos: si existían motivos que justificasen grabar a los abogados; y si de la naturaleza del delito se derivaban razones fundadas para interceptar las comunicaciones entre aquellos y sus patrocinados.

El alto tribunal negó ayer, por unanimidad y tajantemente, ambos supuestos. En cuanto al primero, afirma que la interceptación era del todo improcedente «sin disponer de ningún dato que pudiera indicar mínimamente, en una valoración razonable, que la condición de letrado y el ejercicio del derecho de defensa se estaban utilizando como coartada para la comisión de nuevos delitos». Sobre el segundo supuesto sostiene el Supremo que no es posible limitar el derecho a la defensa «exclusivamente con base en la gravedad del delito investigado y en los indicios existentes contra el [acusado], que son precisamente los que determinan su permanencia en prisión provisional». De aceptarse la tesis de Garzón, añade el tribunal, bastaría «para justificar la supresión de la confidencialidad en las comunicaciones del imputado con su letrado defensor con basar la prisión provisional en evitar el riesgo de que el imputado cometa otros hechos delictivos», lo que supondría, a la postre, «una destrucción generalizada del derecho a la defensa».

Como jurista no puedo estar más de acuerdo con la doctrina del Supremo, evidente en un Estado de derecho, por más que tenga dudas de que el delito cometido por Garzón justifique la dureza de una condena que supone, de hecho, expulsarlo de la carrera judicial.

Pero ya sé que la mía es una posición extraña en una sociedad que ha decidido que hay que estar contra Garzón o con Garzón, sin más matices ni más consideraciones que las lealtades periodísticas o las banderías de partido. Una desgracia.