Jugar con las reglas de juego

OPINIÓN

24 sep 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

UN TERRORISTA al que se juzga en la Audiencia Nacional por amenazar a un juez amenaza de muerte a otro ante las cámaras. La siniestra escena se repite una y otra vez en todas las televisiones, impactando con fuerza -como era previsible- en la opinión pública, y ocupando por unos días el centro del debate político. Poco después, el Consejo del Poder Judicial propone una reforma del Código Penal en relación con el tratamiento de la figura de desacato. Afortunadamente, en esta ocasión el Ministerio de Justicia, con buen criterio, rechaza la propuesta alegando que una reforma tal debe hacerse de forma «reflexiva y ponderada». Al margen de la importancia que en sí mismo pueda tener, este episodio ilustra con claridad una tendencia cada vez más acentuada entre los responsables públicos a introducir continuos cambios en las normas para intentar salir con urgencia al paso de problemas y conflictos que causan grave preocupación social. No es algo exclusivo de nuestro país, sino un fenómeno más universal, relacionado con el poder de la imagen en las llamadas sociedades del riesgo: puestos a la defensiva por la repercusión de imágenes de atentados, avistamientos de cayucos, o tantas otras, los poderes con frecuencia confunden la necesidad de respuesta flexible y ágil a problemas nuevos con hiperreactivismo normativo ad hoc . En España, a lo largo de los últimos diez años, estas tendencias han estado particularmente marcadas. Si es indudable que un sistema de normas eficaz y confiable debe mostrar capacidad de adaptación a la dinámica de cambio social, ello debiera hacerse siempre de modo reflexivo y ponderado, y no bajo la presión de lo inmediato. Porque se trata, sencillamente, de las reglas del juego, y es obligado que quienes participan en él -en el complejo juego de la interacción social- sepan en cada momento a qué carta quedarse: de no ser así, sus propios comportamientos se harán volátiles e impredecibles. Y esto, que es válido para el conjunto de las políticas públicas, cobra acentos singulares en el caso de la política económica, en gran medida dirigida a favorecer que las decisiones privadas se orienten hacia objetivos de bienestar social. Decisiones, en primer lugar, de los inversores -los de verdad, los buenos, no los meros especuladores-, quienes únicamente asumirán riesgos ante marcos normativos estables en el tiempo, predecibles, confiables. Reglas generales y claras que excluyan sorpresas en materia financiera o impositiva. Por eso, no es de extrañar que pocos nieguen hoy que la calidad y estabilidad del marco legal influye sobre las posibilidades de crecimiento económico sostenido. No juguemos por tanto con las reglas, si pretendemos asegurar nuestro progreso económico y social.