Saltar la valla

| CARLOS G. REIGOSA |

OPINIÓN

04 oct 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

SI YO fuese un subsahariano como los que nos muestran a diario las imágenes, seguro que también intentaría saltar la valla. Si hubiese sorteado durante dos años toda clase de peligros, hambres y miserias para llegar a una de las puertas de Occidente, difícilmente me iban a asustar unas vallas de alambre espinoso, por más recrecidas que se presenten. Si uno se ha convencido de que ya no tiene nada que perder, la propia vida se impone, inevitablemente, como la última apuesta, como eso que en el póquer se llama «el resto» y que es todo lo que uno puede poner sobre el tapete. Si no se comprende esto, no es posible entender nada de lo que está ocurriendo ahora en Ceuta y Melilla. Porque las avalanchas humanas no son más que la consecuencia de esta realidad. Los desheredados de la tierra que las componen sienten que han llegado adonde no es posible retroceder. Y no retroceden. Lo que demuestra algo elemental y simple: que es necesario actuar antes de que se produzca esa determinación. Esto significa actuar -en múltiples sentidos: informativo, económico, etcétera-, en sus países de origen y en las naciones que los empujan hacia las fronteras de la Unión Europea. No se trata de abrir las puertas y dejarles entrar a todos, como proclaman algunos insensatos. No se trata de convertirnos todos en militantes de una de esas oenegés que casi todo lo mezclan y confunden. Se trata sólo de conocer a quién tenemos enfrente y admitir que, en su lugar, probablemente haríamos lo que él hace. Porque, a la postre, no siempre les espera la derrota o la devolución a sus países. Ellos saben que, una vez saltada la valla, se abren otras posibilidades, desde las más nauseabundas (controladas por verdaderas mafias negreras) hasta las más esperanzadoras, que, de salida, no suelen ir más allá de un trabajo irregular y sin papeles. Por eso empujan, por eso se la juegan. Por el convencimiento de que hay una oportunidad detrás de la valla. A eso nos enfrentamos. Y con eso hemos de convivir, aunque nos disguste, como ellos han de convivir (y es lamentable) con vallas cada vez más sofisticadas. ¿Es todo esto inhumano? Goethe nos diría que mucho más inhumano -por más injusto- es el caos.