EL PANORAMA político, por lo que se refiere a la estructura del Estado, empieza a producir la impresión de que nos encontramos ante un camuflado periodo constituyente. Las iniciativas de nuevos estatutos en el País Vasco y en Cataluña constituyen la muestra más significativa, aunque no son aisladas, porque el clima, con diferentes intensidades, tiende a generalizarse. Todo ello se sigue con curiosidad en unos casos, como algo que se considera entretenimiento de los políticos; con preocupación en otros, reflejada en escritos y declaraciones, y produce perplejidad entre la ciudadanía. Se sabía que existen comunidades autónomas con poderes crecientes y reivindicaciones nacionalistas. Salvo el terrorismo, lo otro se situaba dentro de una normalidad que ahora se ha agitado. No es que hayan aparecido elementos desconocidos en la estructura del Estado. Simplemente, se han activado por unas coyunturas favorables. Tiene que ver con la actitud del Gobierno de Zapatero, condicionada por su dependencia parlamentaria de ERC y por el cambio de estrategia respecto de la seguida por Aznar, que fracasó en el País Vasco y contagió a Cataluña. Lo circunstancial se convierte en la categoría de la España plural y de la conveniencia de remozar el planteamiento del Estado autonómico para otros 25 años. Las reivindicaciones aprovechan la situación. Convendría evitar pronunciamientos que vayan del todo a la nada, o viceversa. Desde el inicio de la Constitución se dibujaron dos posiciones: cerrar definitivamente el proceso autonómico o reconocer que es un proceso permanentemente abierto. Esta última, que defendí reiteradamente, fue minoritaria y, probablemente, lo siga siendo, aunque los hechos son testarudos y, en el presente, delicados. No por la apertura en sí, sino por cómo se ha propiciado y se alienta. Si malo es cerrar en falso, no mejor es abrirlo sin contar con una razonable seguridad de a dónde puede llegarse. La peculiaridad de nuestro Estado compuesto radica en la existencia de dos piezas inseparables: Constitución y Estatutos. Se ha ido configurando por iniciativas estatales y autonómicas y, en último término, por el Tribunal Constitucional al zanjar las discrepancias, con una doctrina que no es inmutable. Por eso caben diferentes lecturas de la Constitución y del alcance de los Estatutos. No se trata, sin embargo, de entretenimiento de juristas. Se pide más poder político y, también, más dinero. Por lo que se refiere a lo primero, la finalidad de asegurar hechos diferenciales por parte de unos, provoca la emulación por los restantes, con lo que aquellos se difuminan, en una suerte de persecución de Aquiles a la tortuga, en la gráfica analogía de un colega catalán. Se vuelve al punto de partida, pero en un nivel superior, hasta una nueva coyuntura. En lo que atañe al dinero, convendría que la reforma estatutaria no le sirviese de muleta. La reivindicación no se corresponde con una cuestión de identidad. Debe tener otro tratamiento, en el que está interesado el principio de solidaridad. El modelo económico del Estatuto catalán, impuesto en su día, fue perjudicial para Galicia. La nueva carrera autonómica va salvando obstáculos, a fuerza de acelerar el vehículo del Estado. Parece que, de momento, se ha orillado el órdago del llamado Plan Ibarretxe, aunque no tengamos la seguridad de que no se reflote. En el ya famoso Partido comunista de las Tierras Vascas o en sus mentores, reside una clave. Se ofrece la «vía catalana» como la nueva pista a correr, no exenta de incógnitas, que habrán de despejarse en el interior del PSOE. El circuito puede alargarse hasta conducirnos a un replanteamiento del Estado autonómico, por el cauce de reformas singulares de los Estatutos. Los conductores no deberían perder la visión general, ni el sentido del Estado que animó a los constituyentes a una amplia coincidencia, por encima de intereses inmediatos.