LA REFORMA del Código Civil, para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, ha constituido una de las prioridades legislativas del Gobierno. Acaba de conseguir su aprobación inicial en el Congreso de los Diputados. A cualquiera se alcanza su trascendencia social, esté o no de acuerdo con la iniciativa. Se trata de una cuestión que se encuentra en el meollo de la concepción misma de la sociedad y de la persona humana. Precisamente por ello debería haberse contado con las máximas garantías para el acierto, y no sólo con la aritmética parlamentaria fundada en la disciplina de partido. Los hechos, sin embargo, evidencian que se ha procedido prescindiendo de aquéllas. El proyecto va en contra de la voluntad constituyente. Fui de ello testigo y queda testimonio en las actas del Congreso y del Senado. Salvo el voto de un errático senador, no cupo la menor duda de que se aprobaba el matrimonio como «unión celebrada por un hombre y una mujer», en palabras del portavoz del grupo parlamentario de Progresistas y Socialistas en el Senado. Sobre esa interpretación no le ha cabido la menor duda al Consejo de Estado, supremo órgano consultivo del Gobierno, cuyo parecer tampoco se ha tenido en cuenta, en un dictamen de notoria ponderación, finura jurídica y prudencia política. No le corresponde, sino al Tribunal Constitucional, decir si la reforma es o no conforme a la Constitución; pero el Consejo de Estado ha sostenido con meridiana claridad que el artículo 32 de la Constitución «reconoce un derecho constitucional al matrimonio entre hombre y mujer y no lo reconoce, en cambio, a las parejas del mismo sexo», tesis sustentada por el propio Tribunal Constitucional en 1994 y no modificada. Una reforma del Código Civil sobre «una institución nuclear del ordenamiento jurídico» debería haber sido estudiada por la Comisión General de Codificación, creada en 1843, formada por prestigiosos juristas. Se prescindió de tal consulta; como tampoco se hizo caso del informe mayoritario del Consejo General del Poder Judicial, ni del parecer de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. La extensión del matrimonio que se pretende va también en contra de lo que recoge el Diccionario de la Real Academia Española en esa palabra: «Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales», según la enmienda introducida en 1984 y mantenida hasta la última edición de 2001. En un informe del Instituto de lexicografía se habla del origen latino de la palabra « matrimonium » que, en principio, significó «maternidad legal», «matrimonio». La apertura del matrimonio a parejas del mismo sexo es absolutamente minoritaria, tanto en la Unión Europea como en el ámbito internacional. Hiere convicciones y sentimientos de ciudadanos de diferentes confesiones religiosas, no sólo de católicos, en contra de la proclama presidencial de «alianza de civilizaciones». Nada tiene que ver, aunque en ello hacen especial hincapié sus patrocinadores, en que el matrimonio entre hombre y mujer es discriminatorio. En el sentido de la no discriminación, se ha pronunciado el Tribunal de justicia de las Comunidades Europeas en 1998. Otra cosa es que, como en el mismo año declaró el Parlamento europeo, los Estados miembros pongan fin a la discriminación que pueda existir por razón de la orientación sexual y, por ello, les inste a que «reconozcan y regulen las formas de convivencia no matrimonial entre personas de igual o distinto sexo». Así se ha hecho en otros países y así lo recomienda el Consejo de Estado. No se trata de una propuesta partidaria, aunque haya sido asumida por el principal partido de la oposición. Se afirma, como apoyo a la reforma, que se ha producido un cambio social. Hasta ahora el matrimonio entre hombre y mujer es el único que goza de garantía institucional, como ha reconocido el Tribunal constitucional, que impide, en la expresión del Consejo de Estado, «alterar la institución matrimonial más allá de lo que su propia naturaleza tolera», de modo que la haga irreconocible por la conciencia social. La mayoría coyuntural en el Congreso de los Diputados entiende que se ha producido un cambio en esa conciencia. Para verificarlo habría que consultar directamente a la población. Es una de las finalidades del referéndum. Y si se confirma, en buena lógica, habría que reformar la Constitución. Ahora mismo no existe un clamor en un único sentido. Con el parecer de las instituciones independientes antes citadas coincide la iniciativa de medio millón de ciudadanos, que han seguido el riguroso cauce constitucional para presentar una posición de ley de acuerdo con el sentido constituyente del matrimonio. La reforma se inserta en una dirección ideológica que, bajo la bandera de la igualdad, deja a merced de la elección personal qué sea la naturaleza. Con el prurito de ser pioneros y novedosos, se abandona una larguísima tradición cultural, se dejan al aire las raíces que nos han identificado, se arroja duda sobre el prestigio de instituciones, o incluso sobre su justificación en el presente. El Gobierno socialista ha procedido con la arrogancia del poder. Ha trazado una raya que divide claramente en dos las posiciones, más allá de los alineamientos partidarios, sin otorgar margen para la concordia.