De escolástica

| RAMÓN PERNAS |

OPINIÓN

P. LOSADA

12 nov 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

COMPOSTELA es toda ella una sorpresa para quien la visita. La ciudad tiene esa magia silente que consiste, al igual que en Roma, en no contar todos sus secretos. Compostela debe ser descubierta poco a poco, paseándola, rodeándola por ese talle de casas bajas que la circunda como si cada barrio fuera un adarve de una imposible muralla. El otoño se instaló en la alameda. Un festival con todos los colores del otoño hizo de la arboleda revisitada una ascensión floral de oros viejos bruñidos, de sienas, y dorados, de magentas y de morados que se detuvieron en las copas de los árboles. En Santiago la mañana de noviembre traía ese frío soleado que hace que el cuerpo se desperece y que se acelere el paseo. Compostela es el arte de la memoria, iba yo pensando en aquel hereje renacentista que fue Giordano Bruno, y lo ubicaba en la Quintana dos Mortos rebatiendo a Calvino y predicando el heliocentrismo, cuando desde el umbral de un nuevo y recoleto museo de reciente factura, el Mupega, me introduje en el sorprendente viaje a la infancia común, al aula, a la escuela, a la memoria circular del aprendizaje de este difícil oficio que nunca se aprende del todo y que no es otro que el oficio de hombre. El museo de la escuela tiene en su frontispicio una reproducción del espléndido óleo de Julia Minguillón Escola de Doloriñas . Retrato de un tiempo y de un país que ya es prisionero del olvido. Por la ventana del cuadro se ve la mar. Y he visto la estela de un barco en Compostela, contemplando de nuevo el cuadro. José Luis Moar, amigo y guía apasionado, fue testigo. En el museo estaba la escuela del ferrado, las gallardas escuelas de indianos a punto de cumplir su primer siglo de vida, aquellos edificios señoriales que los emigrantes plantaban junto a una palmera real para que ya nadie fuera analfabeto, Hijos de Cee y su comarca, naturales de Ortigueira, gentes nacidas en las aldeas de Galicia toda, campesinos que iban sembrando la cultura en los silabarios que redimen y que ilustran. En el museo rescataron los viejos pupitres de castaño, bancos colectivos con tinteros de latón, en uno de ellos quise ver grabado un nombre y una fecha: Xuxo, 1929. Era un tatuaje de madera. Y supuse que el autor era un rapaz que dos años después embacaría en Vigo con destino a Buenos Aires, y que había muerto de fiebres antes de volver a Galicia. También nuestros emigrantes descansan en solidarios panteones en los grandes camposantos de la América hispana. El recorrido por la escuela pública es otra ventana que se abre, acaso un balcón a la cultura y en una esquina hay un bidón de leche en polvo, regalo de un Plan Marshall de posguerra europea. Y el mapario que inventó don Celso, aquel recordado maestro de Trabada que hizo soñar museos a su hijo. No llegó a verlo, pero yo sé que allí está depositada, en el museo de la escuela, toda su memoria. Me dejé retratar junto a una bandera republicana en un aula de cartón piedra, y vi los polvorientos expedientes de los jóvenes bachilleres Fole, Torrente, Pablo Picasso... Fue una lección magistral, afuera el sol se dejaba querer, y en la ciudad seguía siendo otoño. En aquella escuela del recuerdo, de todas las escolásticas, Compostela, la ciudad, era el recreo.