FERNANDO DELAGE SUBDIRECTOR DE LA REVISTA POLÍTICA EXTERIOR TRIBUNA
13 sep 2001 . Actualizado a las 07:00 h.Cuarenta y ocho horas después de los atentados en Washington y Nueva York, la confusión sigue rodeando lo sucedido. El caos es, desde luego, uno de los efectos psicológicos buscados por los terroristas, pero mientras el ataque continúe siendo anónimo, la parálisis del Gobierno norteamericano sobre cómo responder acentúa la sensación de crisis. La vinculación de lo sucedido al conflicto de Oriente Próximo parece acertada, así como las sospechas que apuntan al multimillonario de origen saudí Osama bin Laden. Pero, de momento, nos encontramos ante un acto de guerra declarado por un enemigo desconocido. ¿Contra quién puede actuar Estados Unidos? Después de la errónea represalia tras los atentados a las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania en 1998, Washington no puede equivocarse de nuevo. Mientras no se identifique con certeza al culpable, el margen de maniobra es reducido. No es pequeña, sin embargo, la tentación de hacer responsable a la totalidad del mundo árabe y buscar una revancha que, además de inútil, agravaría la situación. Similares incógnitas plantea el tipo de instrumentos que se decida utilizar para responder a los atentados. El ejército más avanzado del planeta podrá realizar una operación de castigo, pero ¿sirve la fuerza militar para resolver el problema? ¿Puede eliminarse el odio antiamericano mediante esos métodos? La guerra posmoderna ha llegado y la naturaleza asimétrica de los contendientes constituye un grave desafío para las democracias. Nadie es invulnerable; nadie puede protegerse de manera absoluta. Estados Unidos tendrá que replantearse sus sistemas defensivos, además del proyecto antimisiles con el que buscaba su total protección; una utopía que sin embargo coincide con el aislacionismo tradicional de la nación. El lunes, el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, Joseph Biden, se preguntaba por la conveniencia de gastar 500.000 millones de dólares en un escudo cuya eficacia nunca superaría el 90 por cien. Y añadió algo muy relevante para entender lo que ocurriría sólo horas más tarde: «Hemos asignado todo ese dinero para afrontar dudosas amenazas, mientras que los verdaderos riesgos entran en el país en la bodega de un barco, la carga de un avión o se introducen clandestinamente en cualquier ciudad en medio de la noche en una ampolla oculta en una mochila». Los norteamericanos, por primera vez en su historia moderna, se han sentido inseguros en su propio país. Un enemigo anónimo les ha confirmado que ser la primera potencia no garantiza su invulnerabilidad. Para superar esa recién descubierta fragilidad, común al resto de los países industrializados, tendrán que renunciar a una simplista concepción del mundo y comprender que Estados Unidos no puede desentenderse de los problemas de los demás. La realpolitik de George W. Bush sólo ha durado nueve meses.