PREGUNTAS PARA SABIOS

La Voz

OPINIÓN

JOSÉ ANTONIO PONTE FAR

30 abr 2001 . Actualizado a las 07:00 h.

Últimamente observo anomalías en mi entorno casero. Por ejemplo, la lavadora muerde con alevosía la ropa y el lavavajillas se ensaña con los vasos. No encuentro nunca el libro que busco ni el bolígrafo que necesito. Pero hay más: los personajes de una novela desaparecen de ella y me salen al paso en el medio de otra, con la que únicamente tienen una relación de proximidad en la estantería. A Ana Karenina me la encontré ayer de noche llorando desconsoladamente en una novela de Alfredo Conde. Y así no es posible ni trabajar, ni leer ni descansar. Uno no puede hacer otra cosa que estar alerta, vigilar cada movimiento que se produce en el pasillo o en la sala de estar, tratando de descubrir la causa de tal desbarajuste. Lo curioso es que todo puede ser consecuencia de una excesiva intensidad de reflexión y concentración mental en la que caí sin darme cuenta después de haber leído un artículo de mi admirado César Casal, en una columna de este mismo diario. Hablaba de El poder, y se preguntaba quién tiene más, «el que domina los despachos o el que domina su vida», y también quién es más listo: «el que tiene la nómina y el coche blindados o el que trabaja su horario y disfruta de la caña diaria o del paseo vespertino». Como personajes de la mítica Castroforte del Baralla de Torrente Ballester, en mi casa nos sumimos en una profunda reflexión sobre el tema y, como aquéllos, levitamos en una especie de caos que se va contagiando a las cosas y a los objetos que nos rodean. Porque las preguntas llevaban una explosiva carga de profundidad, serio peligro para marineros incautos que se entreguen a la tarea personal de responderlas. Primeramente, me atrincheré con opiniones de poetas y filósofos, con versos y sentencias. Eché mano de autores modestos y de menos resplandor, como Fernández de Andrada: «Un ángulo me basta entre mis lares,/ un libro y un amigo, un breve sueño/ que no perturben deudas ni pesares». También acudieron en mi ayuda gente de más renombre, como Quevedo, Fray Luis de León o Jorge Manrique, pero el asunto se ha puesto ya peliagudo. Mi hijo aprovecha la ocasión para arrimar el ascua a su sardina y concluir, con la seguridad de un clásico, que lo de estudiar hay que tomárselo con mucha calma, y que lo del límite de convocatorias universitarias era una antiguallada; que menos mal que Galicia empieza a dar gente con visión de futuro como los actuales rectores. Además, ¿por qué iba a ser necesario tener aprobadas todas las asignaturas para obtener el título correspondiente? Y, por supuesto, hay que salir y divertirse, especialmente por las noches, para agrandar nuestra experiencia lúdica y vital... La semilla de la duda ya está sembrada. A mí me gustaría ponerme a trabajar en un proyecto que tengo aparcado hace tiempo pero que requiere dedicación y horas sedentarias. ¿No será más útil aprovechar ese sol tibio y escaso que se me insinúa por la ventana para dar un paseo, hablar de la vida y bajar, de paso, el colesterol? «Vivir es ver pasar», decía Campoamor, y Azorín lo corrigió: «Vivir es ver volver». Andrés Trapiello, por su parte, corrige a ambos: «Vivir es verlas pasar, verlas venir».