¿Quién teme a las reformas?

MERCADOS

JOHN THYS / POOL

16 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde la aprobación del Plan de Recuperación europeo volvemos a hablar de reformas. Mala cosa, piensan algunos: la nefasta combinación de los hombres de negro y los especuladores en los mercados de bonos nos van a volver a apretar duro. Y así, bajo esa presión insoportable, tendremos que hacer «las reformas» que volverán a recortar salarios, dañar la sanidad y la educación, aumentar la desigualdad. Pero, ¿será necesariamente así? Pues no, no necesariamente. Aparte de que esos miedos se manejan en muchos casos con una intencionalidad política obvia (socavar la confianza en el gobierno), aún estamos lejos del proceso de consolidación fiscal que en algún momento habrá que hacer: puesto que un país no puede vivir permanentemente sobre una bomba de deuda, de un 110 o un 120 % de su PIB anual, será necesario un ajuste de las cuentas públicas. Pero todo parece indicar que se hará de un modo ordenado y bien repartido en el tiempo, pues de los errores gravísimos de hacerlo con brusquedad hace una década parece que algo hemos aprendido.

Pero reformas importantes habrá que hacer, en España como en otros países. Lo que ocurre es que ese vocablo -reforma- hace décadas que está cargado con una connotación muy unilateral: liberalizar todos los mercados, reducir el gasto público, dar prioridad a los beneficios empresariales. Tales principios ideológicos dieron lugar hace treinta años al llamado Consenso de Washington, que aunque luego se fue reformulando en parte, se mantuvo en lo fundamental hasta la Gran Recesión. Desde entonces, sin embargo, la idea de introducir transformaciones estructurales en la economía se ha ido haciendo más compleja y compensada, en la medida en que se ha tomado conciencia de que los problemas más graves de nuestras economías y nuestras sociedades están en la creciente desigualdad, en un modelo de gestión empresarial demasiado centrado en el corto plazo y en la necesidad de afrontar al mismo tiempo tres transiciones de características históricas (sin que medie en este calificativo hipérbole alguna): la doble transición medioambiental y digital, y el relativo retroceso de la globalización. A partir de ahí, la idea de reforma cambia diametralmente de sentido.

Es evidente que para afrontar con posibilidades de éxito esas nuevas y complejas tendencias, la economía española necesita algunos cambios de calado, que no deben demorarse mucho. La inversión en educación y en los sistemas de ciencia e innovación pasan a ser prioridades absolutas, pues sin ellas, sencillamente, no hay futuro: reformas importantes, inaplazables están esperando en estos ámbitos. De igual modo, el ecosistema empresarial español, con sus partes muy dinámicas, pero también con un excesivo predominio de las microempresas, está obligado a adaptarse al entorno cambiante, para lo que las políticas industriales activas (y la disposición de los cuantiosos fondos europeos) serán fundamentales.

Y por último, no se puede olvidar el otro gran déficit tradicional en España: el de las instituciones. En todas las comparaciones internacionales a ese respecto (Global Competitive Report, Doing Business, Transparencia Internacional), nuestra posición es muy mediocre. Buenas ganancias de eficiencia (y de moral pública) pueden resultar de reformar la administración o el sistema de justicia. Nadie dijo que vaya a ser fácil, pero ¿quién teme a las reformas?