La paradoja del tamaño

Luis Caramés Viéitez CATEDRÁTICO DE HACIENDA PÚBLICA DE LA UNIVERSIDADE DE SANTIAGO

MERCADOS

26 ene 2020 . Actualizado a las 05:17 h.

La historia fiscal de la UE nos muestra que ha habido competencia fiscal entre países miembros para atraer inversiones, muchas de ellas a través de empresas transnacionales. Y como sabe cualquiera que estudie estas cosas, esa competencia ha dado como resultado una reducción del tipo impositivo real sobre las sociedades.

En el plano teórico al menos, si no se hiciese nada, esa competencia seguiría llevando el tipo de los impuestos sobre el beneficio de las sociedades cuesta abajo. A decir verdad, no fue hasta hace poco tiempo que la Unión empezó a preocuparse por este asunto. Los Tratados le atribuían pocas competencias al respecto y el tema se consideraba muy técnico y muy poco mediático. Pero las circunstancias cambiaron tras la crisis económica, de tal modo que la gente comenzó a ver con malos ojos los comportamientos de optimización fiscal de las grandes multinacionales. En respuesta a esta mayor sensibilización, el G20 encargó a la OCDE un proyecto para cambiar esta realidad y la Unión Europea también se puso las pilas, de tal forma que después del 2018 la producción normativa se aceleró.

Sin embargo, la UE se enfrenta a dos problemas, uno de naturaleza técnica (encontrar un método teóricamente satisfactorio) y otro político, ya que un cambio de régimen tributario genera ganadores y perdedores, limitando la probabilidad de voto unánime. Adicionalmente, si somos realistas, hemos de admitir que la globalización ha situado este problema, como otros, en un rango de soluciones mundial y, por lo tanto, de muy improbable implementación. Esta realidad objetiva es la que lleva a muchos estudiosos a promover un abandono del impuesto de sociedades por otra clase de tributación, que no podemos tratar aquí. Pero antes o después, ese camino tendrá que ser recorrido.

Volviendo al aquí y al ahora, un debate más específico que recorre Europa es el de la tributación de las Gafam, aunque hay más como ellas. El caso es que Irlanda les ha robado el corazón fiscal, y otros países ni huelen el pastel. Además, como su producción es mayoritariamente inmaterial, les resulta más fácil optimizar impuestos. Y regresamos a la unanimidad de Europa. Tendrían que uniformar tipos, pero... ¿Quién convence a Luxemburgo, por ejemplo? Y por si fuésemos pocos, ha aparecido Trump, que ha obligado a recular a Macron, quien estaba dispuesto a gravar a las Gafam con efectos retroactivos. Llegó entonces el comandante y mandó parar: resultado, EE. UU. dejará en paz el vino francés y Macron se olvida, por el momento, de las dioptrías. 

Y mientras la OCDE trabaja en este problema, la UE va a esperar. Bueno, todos menos España, en donde el llanero solitario Pedro Sánchez no conoce el miedo. Trudeau también aflojó y otros están a punto de hacerlo, pero Trump no sabe cómo se las gasta el vicepresidente Iglesias y se va a enterar. En cualquier caso, todo lo que ocurre con estos tributos da fe de la compleja gobernanza de un mundo interconectado. Y más allá de la imposición sobre las Gafam, lo cierto es que los tipos nominales del impuesto de sociedades no constituyen una información útil para evaluar la carga fiscal que realmente soportan estas empresas. Algunos países presentan sus códigos fiscales perfectamente homologables, pero luego aplican disposiciones derogatorias ad hoc, que producen una fuerte atracción para la localización en sus territorios. Y se llega a situaciones paradójicas: cuanto más grande es la firma multinacional, más bajos son los tipos efectivos.