Erdogan y el burro

Venancio Salcines
Venancio Salcines VICEPRESIDENTE DEL CLUB FINANCIERO ATLÁNTICO

MERCADOS

19 ago 2018 . Actualizado a las 05:10 h.

Y si la economía fuera un animal... ¿Cuál sería? Es una pregunta que suelo hacerle a los estudiantes de primer año. Los más generosos la observan como un veloz pura sangre. En estos casos, visualizan al Gobierno como al domador. ¿La meta? Que toda su elegancia esté al exclusivo servicio del jinete. Algunos la perciben como un león, y entienden que la Administración debe anular toda su ferocidad, castrarlo de tal modo que su último rugido sea un fugaz recuerdo. Los más antisistema la observan como una hiena, feliz ante las desgracias de los otros, siempre ávida de carroña. Aquí el objetivo es la anulación directa. El exterminio. No existe motivo que justifique la existencia de tal animal. Seguro que a esta lectura se apuntarían Diosdado Cabello y Nicolás Maduro. ‘¿Y usted, cuál ve?’, me preguntan los estudiantes después de diseccionar medio reino animal. El burro, es lo que respondo y en lo que creo firmemente. Es más, le recomiendo que también la observen así. Esa visión le ayudará a mejorar su entendimiento. La crisis turca puede ser un ejemplo de ello.

Intente dominar al burro por la fuerza y le hará daño, de un modo incluso autodestructivo. Nadie con una fusta saldrá bien parado, ni siquiera el más poderoso de los gobiernos. La autodestrucción de Venezuela es la mejor imagen. Ante los golpes, los empresarios abandonaron su divisa y se marcharon. Como la clase empresarial no obedecía, la golpearon más, y más se marcharon. Ahora ya no queda prácticamente nadie. Hasta los pobres huyen. En la frontera del Orinoco con los llanos de Colombia encontré algunos, buscando hogar en la ciudad de Yopal. Terrible. Pero volvamos al burro. ¿Cómo se le trata? Fácil, con estímulos. Es curioso que lo sepan las decenas de niños que los visitan en A Illa da Toxa y no lo sepan los ministros de Economía. Trate a la economía con incentivos y la llevará a donde quiera, incluso al peor de los acantilados. Le seguirá, sonriendo y feliz.

Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en Turquía, y el problema es que los estímulos que hacían andar al gigante de Estambul no se los proporcionaba Erdogan, sino Washington. Por ello, Trump, que debió de haber quedado de niño traumatizado con la historia del flautista de Hamelín, ha empezado a entonar la música que mueve al bienestar otomano. Y este movimiento del presidente de los Estados Unidos tiene dos efectos evidentes; el primero, que suena en todas las economías emergentes, y el segundo, que estas están conectadas con las naciones más desarrolladas. En el caso de Turquía, el puente de plata lo construyó el BBVA y lo hizo tan sólido que nos convirtió en el país más expuesto a la crisis de deuda turca. ¿Hay cortafuegos? Mejor apaguemos el fuego.

Pero, ¿Cómo comenzó esta historia? Abriendo el mercado de deuda al dólar. EE.UU. entra en recesión y sitúa su tipo de interés real en negativo. Con tan nulas rentabilidades, los agentes financieros internacionales buscan mercados emergentes en los que invertir. La economía de turno, en este caso la turca, los recibe con los brazos abiertos. Cuando la recesión se termina en Estados Unidos y la Reserva Federal vuelve a situar los tipos en una posición atractiva, los agentes empiezan a deshacer posiciones para volver a casa. Si nada ocurre, la salida es equilibrada y tranquila, y eso lo sabe Trump, como también sabe que él tiene la capacidad para crear la histeria que impulse la avalancha. En esas estamos. Erdogan, que de tanto poder ya pensaba que cabalgaba sobre un alazán árabe, ha descubierto que monta un burro y encima no es él quien lo estimula. Por tanto, no lo maneja, solo lo monta. ¿Qué ha de hacer? Generar estímulos internos, y en esas está, y rece porque lo entienda bien, por nosotros y por el BBVA.