A pesar de tener la mayor línea de costa de toda África continental, muchos ciudadanos no habían probado nunca este alimento y el consumo en el país es de 3 kilos por persona al año

I. Escudero (Efe)

Somalia sabe de campos áridos y malas cosechas, de reses muertas por inanición debido a la sequía, de crisis climática. Sabe de hambre, de reinventarse y también de pesca: tiene la mayor línea de costa de toda África continental, pero aún así, hasta hace bien poco, muchos somalíes no habían probado el pescado nunca. Ahora, eso empieza a cambiar.

Durante grandes hambrunas, como tras el colapso del régimen de Mohamed Siad Barre en 1991 o después de la feroz sequía del 2011, miles de somalíes se morían de inanición en la calle, mientras los aviones salían de Mogadiscio cargados de toneladas de pescado y marisco de la mejor calidad para su exportación.

Dentro del país, el pescado era caro, había que conservarlo en frío, transportarlo rápido. Demasiadas condiciones para una sociedad que ama la carne y un país en conflicto.

Aún hoy, el pescado, con una industria muy artesanal y precaria y una gran falta de infraestructuras pesqueras, sigue siendo probablemente el recurso más desaprovechado de Somalia, a pesar de que actualmente casi un tercio de la población pasa hambre y de los más que probados beneficios de esta proteína animal en la dieta.

Aversión por el pescado

«Hay un antiguo dicho somalí sobre un nómada que vomitaba cada vez que encontraba a alguien que vivía cerca del mar; solo pensar en cualquier cosa relacionada con comer pescado le hacía sentir fatal», cuenta la periodista de la BBC y analista Mary Harper en su libro ¿Entendiendo mal Somalia?: Fe, guerra y esperanza en un Estado destrozado.

La pesca -y el consumo de pescado- siempre ha existido, pero ha sido tradicionalmente tarea de los clanes pescadores, nunca tan poderosos como los mayoritarios de pastores del interior. Tanta era la aversión, que el presidente Siad Barre (1969-1991) llegó a prohibir el consumo o compra de carne roja dos días por semana.

El consumo de pescado en Somalia rondaba hace diez años -según los últimos datos de la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO)- los tres kilos por persona al año, mientras que el de carne roja asciende a los 21 kilos. Para tener más de 3.300 kilómetros de costa, Somalia consume menos pescado que la mayoría de los países sin salida marítima del Sahel y se sitúa muy por debajo de la media global, de 20 kilos por persona al año.

Lejos de explicaciones de naturaleza étnica, muchos se muestran más pragmáticos: el pescado siempre se ha consumido en localidades costeras, mientras que al interior no llegaba y el que lo hacía era muy caro. Ahora que el kilo se vende a entre 3 y 5 dólares (2,7 y 4,5 euros), mientras que el de cabra no baja de los 5 y el de camello de los 10 (8,9 euros), los somalíes lo comen. Así de simple.

Roos Haybe Abdulle, por ejemplo, no lo consumía hace 17 años, cuando llegó en busca de refugio a Bosaso -una de las principales ciudades del país situada en la región semiautónoma de Puntlandia (noreste)- por culpa de la guerra.

Vivía en el interior, en la frontera con Etiopía, donde porque no llegaba, por la costumbre o por la falta de medios, en la mesa no se servía nada procedente del mar. Ahora, como tantos en Bosaso, el pescado le proporciona no solo alimento, sino un medio de vida.

Difícil de conservar

En el principal mercado de pescado de Bosaso, el olor es tan fuerte que se hace difícil entrar. Los pescaderos descabezan, limpian y parten el pescado casi al aire libre, entre un millar de moscas. Y lo venden a unos precios inusualmente altos para un producto que no suele costar más de un dólar el kilo (0,9 euros).

Irene Escudero Pérez | Efe

Las capturas han bajado debido al temporal y el precio del atún se ha triplicado; la afluencia de compradores es relativamente baja.

A pocos metros de distancia, directamente en la playa, un hombre con un ma'awis amarillo (tela típica del este de África que se ajusta a la cintura a modo de falda) coloca pescado directamente en la arena. A su alrededor, una decena de mujeres con velos de colores venden jureles, verdeles, atunes o incluso tiburones y mantas raya que acaban de llegar en pequeñas embarcaciones.

En Bosaso hay supermercados y pescaderías con frigoríficos, pero la mayoría de la venta de pescado se realiza en esos dos puntos donde las condiciones de salubridad brillan por su ausencia.

En algunos de los pequeños restaurantes locales, además de cabra a la parrilla, sopas, pasta y zumos naturales, también se ofrece pescado. Las familias lo comen frito, empanado, acompañado de pasta, al horno o en sopa normalmente una o dos veces por semana, o incluso a diario si los ingresos lo permiten. Y poco a poco, desde estos puntos pesqueros empieza a llegar a otras zonas del país.

«Creo que se debe, por una parte, a los esfuerzos que se han hecho para desarrollar la industria; por otra, también a una diáspora que está volviendo y pide diferentes tipos de comida: ya no le vale la mezcla tradicional de cabra y camello», dice el coordinador de proyectos de la FAO en Somalia, John Purvis.

Además, el poder adquisitivo de Somalia se ha multiplicado por cinco en los últimos cuatro años y la economía comienza a expandirse tras décadas de guerra. El problema sigue siendo conseguir que el pescado se mantenga fresco cuando la electricidad es de las más caras del mundo: el kilovatio se llega a pagar a un dólar la hora, diez veces más que en EE. UU.

Nuevos mercados 

El nuevo interés por este producto se ha traducido también en nuevas oportunidades laborales, no solo para restaurantes o nuevas compañías pesqueras y empresas de transporte, sino para devolver a las mujeres el trabajo que la guerra le robó: la tasa de empleo femenino apenas llega al 20 %.

Ni Roos ni su compañera Hodon Mohamud Abdulahi habían trabajado nunca, ancladas a las tareas domésticas, a sus maridos e hijos y a la falta de recursos propia del desplazamiento; están varadas desde hace años en el campo de Girible, a las afueras de Bosaso, convertido en un asentamiento permanente.

Desde hace menos de un año, participan en un proyecto de secado de pescado, promocionado por la FAO, para comercializarlo en zonas del país donde no es fácil conseguirlo fresco.

Roos filetea con mucho cuidado una pieza grande de atún congelado, mientras sus compañeras espantan las moscas con un plumero de plástico. Cuando acaba, Hodon coloca los filetes en una bandeja sobre una superficie enrejada, con un plástico cobertor que funciona como un invernadero que potencia el secado. Un grupo de niños las observan curiosos, sin nada mejor que hacer.

Esta actividad, aunque no muy lucrativa, es lo único que le queda a Roos, con cinco niños pequeños y un marido paralizado por una enfermedad grave. Quienes allí trabajan son, sobre todo, mujeres.

En Bula Eleey, otro de los campos de desplazados de Bosaso, han dado un paso más: con harina de pescado hacen pasta, uno de los platos estrella por la herencia colonial italiana.

Para Fartun Ahmed Hasan, con 25 años y cuatro hijos, comenzar esta tarea ha sido un paso muy significativo. Por primera vez va a poder comprar algo con el dinero que saca de su trabajo: materiales para mandar fabricar muebles para su casa. «Me espera un futuro brillante», dice la joven, que derrocha energía.

Y llegó la guerra

«Los somalíes llevan en el negocio del pescado mucho tiempo, pero hace 30 años todo cambió», explica el ex director general de Pesca de Puntlandia, Abdiwahid Hersi Joar. Llegó «el colapso» y la guerra. Los somalíes tienen fama de navegantes y una larga historia de comercio marítimo y viajes en barco; la pesca surgió algo después, pero hace tres décadas se capturaba más pescado que ahora.

La mayor parte de la pesca se realiza actualmente en barcos pequeños con redes remendadas mil y una veces y es para consumo local; las exportaciones de langosta, atún, tiburón o pez espada son casi simbólicas. «El sector pesquero ha caído de forma drástica por el conflicto. Está subdesarrollado», alega el gerente en Puntlandia del laboratorio de ideas Secure Fisheries, Mustafe Mohamoud.

«Si tienes los recursos, pero no tienes los medios y el acceso al mercado, es completamente inútil», comenta Mohamoud, que se queja de que «no hay infraestructura», aunque admite que poco a poco las comunidades pesqueras están recuperando sus negocios e invirtiendo en equipos. Los barcos, amarrados en mitad del mar sin un muelle que los acoja, salen al caer la tarde o muy de madrugada, extienden las redes y las dejan durante horas. Pescan mucho en un mar famoso por el paso migratorio del atún y otras especies pelágicas (de superficie).

Sin embargo, no siempre cantidad es sinónimo de calidad y muchas de las capturas se acaban pudriendo en la playa. «Las técnicas actuales de pesca de arrastre no discriminan y atrapan un gran rango de peces, ya sean de calidad o sin gran valor, lo que genera mucho desperdicio», dice Michael Sarvins, jefe de infraestructuras pesqueras y renovación de flota de la FAO en Bosaso.

Piratas y piratas

Además, poco después de la guerra apareció la piratería, con un relato que copó portadas internacionales y provocó un gasto de dinero desorbitado. Secure Fisheries calcula que la piratería, en el 2010, le costó a la economía global entre 7.000 y 12.000 millones de dólares (6.285 y 10.776 millones de euros). El foco estaba en los enormes buques extranjeros -el más grande capturado, un petrolero saudí, tenía una superficie equivalente a tres campos de fútbol-, los jugosos rescates y la vida de las tripulaciones internacionales.

Pero no se hablaba de la población local. A muchos pescadores, que dejaron su trabajo para meterse como peones en barcos piratas, les costó la vida y los que se quedaron con sus redes y anzuelos sufrían amenazas de los delincuentes o que los guardacostas les confundieran y arrestaran. Los programas antipiratería de la ONU y la Unión Europe -la operación Atalanta- a veces, «se cebaban con pescadores inocentes», sostiene Hersi Joar.

NAVFOR

Los piratas esgrimían que los barcos extranjeros se adentraban en aguas somalíes y «les robaban» su pescado, en vez de operar en las 360 millas de la costa donde están autorizados. La piratería es cosa del pasado, pero la pesca ilegal sigue ahí. «Una consecuencia de la guerra civil en la industria pesquera es que todo el mundo faena en mar somalí de forma ilegal», alega Hersi Joar. Se han perdido formas de control de la pesca ilegal y han ganado los sobornos para que las autoridades locales hagan la vista gorda.

Mohamed Mohamed Hasan, uno de los centenares de pescadores que se echan al mar todos los días en Bosaso, ha visto barcos yemeníes y de los Emiratos Árabes Unidos que cruzan la línea imaginaria de las 360 millas y se siguen llevando «su pescado».

«Hay pesca ilegal aquí en nuestras costas, pero luchamos dentro de nuestras capacidades contra ella», admite el ministro de Pesca de Puntlandia, Abdiqani Gelle Mohamed, quien asegura que, pese a que la han minimizado, aún persiste «en zonas donde el Gobierno no llega». Hersi Joar va más allá: hay piratas y piratas y quienes pescan ilegalmente en una de las aguas más productivas del mundo integran el segundo grupo. Pero mientras «la comunidad internacional abordó la lucha contra los piratas somalíes, todavía no han modificado ni siquiera las resoluciones de la ONU para luchar contra la pesca ilegal en Somalia y sigue siendo muy grave», lamenta.

Frente a las costas somalíes se pueden ver además imponentes atuneros internacionales, que se llevan, con Irán, Yemen y España a la cabeza, casi tres veces más pescado que las nacionales. Un negocio que Somalia comenzó a monetizar en el 2018, cuando expidió las primeras licencias de pesca en más de 20 años a 31 buques chinos, por un millón de dólares (898.202 euros).

Para Hasan o Roos, el pescado es la única manera de ganarse la vida. También para cientos de personas que se mueven en esta industria en expansión que trata de recuperarse de un conflicto que parece no ver su fin y de competir con los buques internacionales.

Además, para una población azotada por la crisis climática y largos periodos de sequía, el pescado es, según coinciden todos los expertos, la mejor solución para aliviar la inseguridad alimentaria que sufre buena parte del país.