Las fiestas gastronómicas que nos han dado prestigio vuelven por sus fueros y ahora nos enfrentamos a la papatoria del Comilonum, un fiestorro que dejó su marca. Durante tres ediciones, cerrar la Ronda da Muralla al tráfico y llenarla de mesas con gente comiendo, cantando y divirtiéndose, fue algo que parecía el inicio de lo que podría tener sus consecuencias en sucesivas calendas romanas. Pero ahí se quedó.
La idea de aquel Comilonum partió del restaurador Alberto (al César lo que es del César y a los que vinieron después, los honores). Planteó la idea a sus colegas hosteleros y salió adelante lo que parecía una locura.
Vuelve ahora el Comilonum, transfigurado en una degustación, festejo lúdico y recuperación de lo que no fue. Nació como una emulación de las bacanales romanas, con más precaución gastronómica, y que tendría su punto álgido, según me contaba Alberto en su momento, en una lucha entre celtas y romanos desde la muralla. Ahí quedó la idea.
Luego vino el Arde Lucus, que ya es otra historia asentada, y el disloque de celtas, romanos, dragones y demás seres mitológicos por las calles, en algo que se ha convertido en una de las mejores fiestas como se puede ver por la participación de lucenses, que son incapaces de disfrazarse en Carnavales y sí lo hacen aquí, y de numerosos visitantes que participan sorprendidos de lo que aquí se encuentran.
Pero falta algo. El Comilonum. Sería el remarque. Una comida alrededor de la muralla, durante el Arde Lucus, con las gentes y sus vestimentas, con sus trajes de época céltica o romana, sería el no va más. ¿Por qué no se hace?