La invasión colateral de Georgia

Brais Suárez
Brais Suárez TBILISI

INTERNACIONAL

B. Suárez

Escapando de la guerra, decenas de miles de rusos opositores se instalan en Tbilisi o Batumi, donde la población muestra cada vez más rechazo

25 sep 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

La cena, de larga digestión, y los vinos caseros, de infinita variedad, se prestan a alargar la sobremesa hasta bien entrada la noche. En este apartado restaurante de la localidad georgiana de Gori, conocida por haber visto nacer a Stalin, solo queda su dueño, Georgi. En una oscuridad impenetrable, me enseña su finca y sus viñas hasta llegar a un montón de hierros: «Mira, aquí conservé la metralla rusa que en el 2008 nos voló el tejado y mató a ocho vecinos». Algunas fachadas todavía conservan los agujeros de bala, producto de la guerra que ambos países libraron por Abjasia y Osetia del Sur, y que mantiene estos territorios bajo el control de facto de Moscú. «Rusia ocupa el 20 % de nuestro país», me recuerda Georgi, quien, tras la guerra, dejó su escaño de concejal y abrió este restaurante: «Ahora hablo cada semana con decenas de personas de todo el mundo», dice, aludiendo al repunte turístico de Georgia. «Entre ellos, muchísimos rusos… y no tengo nada en su contra, pero algunos deberían tener más tacto y no pensar que continúan en su país».

Desde el inicio de la invasión de Ucrania, pero especialmente desde la movilización parcial decretada en septiembre del 2022, decenas de miles de rusos se mudaron a los países vecinos. Georgia es uno de los que más nota esta afluencia de exiliados, a los que se añade el turismo ruso desde mayo, cuando se retomaron los vuelos comerciales entre ambos países.

«En el último año, los precios de la vivienda y del ocio se dispararon en ciudades como Batumi o Tbilisi», explican ya en la capital, que parece una recreación del centro de Moscú o San Petersburgo: infinidad de cafés, tiendas, bares y servicios están creados por y para rusos, siguiendo sus tendencias. Dentro, el ambiente es extraño, una mezcla de nostalgia, optimismo y desubicación. «Cada vez que salgo de Georgia, no sé si me dejarán volver», comenta un exprofesor universitario, preocupado por que Tbilisi ceda a presiones de Moscú y revoque su visado. Un diseñador añade: «Sabemos que nos están vigilando y nos escuchan en todas partes; ya se ha visto que es peligroso» (se refiere al presunto envenenamiento de la periodista Irina Babloyan).

Los exiliados rusos tratan de entender cómo integrarse aquí con respeto y responsabilidad.

Reconocen que, a diferencia de ellos, también son muchos sus compatriotas que, sin poder ir a Europa, viajan por el Cáucaso meridional con una actitud de superioridad y desprecio. Y, ya sea a causa de ellos o de la inercia soviética, el ruso sigue siendo el idioma más útil para moverse por la región. Esa omnipresencia lingüística parece reflejarse incluso en el urbanismo heredado de la Rusia zarista o de las distintas etapas de la URSS: edificios ya desconchados, a menudo despreciados, pero que moldean los paisajes urbanos.

La presencia económica y diplomática rusa sigue siendo enorme y, en el plano político, su imperialismo e influencia determinan la postura de las ramas más liberales georgianas, que se definen por su oposición a Moscú.

Esta aversión está cada vez más extendida, como se percibe en pintadas por todo el país: «Fuck Ruzzia» o «Muerte a los rusos» son frases que abundan en los muros de Tbilisi. Algunos incidentes aislados lo recalcan: en agosto, el público abandonó un concierto de The Strokes después de que su cantante reivindicara la hermandad de rusos y georgianos. Y en el insigne club Basiani, que se proclama como abanderado de la multiculturalidad, niegan la entrada a ciudadanos rusos.

No deja de ser paradójico que el imperialismo ruso, con sus más crudas expresiones en las guerras de Ucrania o Georgia, haya provocado también, con una especie de efecto rebote, esta enorme influencia cultural en capitales como Tbilisi o Ereván, que acogen a los jóvenes más formados y pudientes de Rusia.