«Dejé toda mi vida en EE.UU.»

héctor estepa CIUDAD DE MÉXICO / E. LA VOZ

INTERNACIONAL

Luis Fernando Ortiz fue deportado a México, como otros 1.500 «dreamers», por quebrantar la ley

01 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

«Es muy difícil no poder estar cerca de tus hijos. No poder llevarles a su primer día de escuela. Dejé a toda mi familia en Estados Unidos. Perdí mi casa y mi trabajo. Tuve que empezar de nuevo», explica Luis Fernando Ortiz mientras se mira las manos, rememorando todo lo que dejó en Lexington, Kentucky. Allí vivió desde los 10 a los 23 años, antes de ser deportado a México, el país que sus padres dejaron en busca de una vida mejor

Su estatus migratorio estaba protegido por la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), un reglamento que permitía trabajar a los migrantes que cruzaron la frontera cuando eran menores de edad. Fue aprobado por el expresidente estadounidense Barack Obama en el 2012. Su sucesor, Donald Trump, decidió cancelarlo el pasado septiembre. El magnate dio seis meses al Congreso para legislar sobre los dreamers, como se conoce a estos protegidos. Si este 5 de marzo no había acuerdo, los permisos comenzarían a no ser renovados.

Dos jueces federales de California y Nueva York dictaminaron hace unas semanas que DACA no podía rescindirse a pesar de no haberse llegado a un pacto en el Congreso. La postura de Trump sufrió un duro varapalo el pasado lunes, cuando el Tribunal Supremo se negó a aceptar una posible apelación a dicha decisión judicial, dilatando el proceso y dando la razón a las cortes inferiores. De esta manera, los migrantes que lo deseen podrán seguir extendiendo sus permisos hasta que una legislación los regule o hasta que sea dirimida la apelación en los tribunales ordinarios.

La decisión ha sido muy celebrada por el colectivo dreamer, compuesto por unas 800.000 personas, la mayoría de origen mexicano, que no tendrán que sufrir una deportación como la que vivió Ortiz. Sus problemas comenzaron hace un par de años, cuando la policía tocó a la puerta de su casa mientras mantenía una discusión con su mujer. «Ya se iban, cuando preguntaron por mi estatus migratorio, y me llevaron esposado. De nada sirvió que mi esposa no interpusiese denuncia y dijese que no hubo agresión ninguna», explica. Como Ortiz, alrededor de 1.500 dreamers han perdido su derecho a vivir en EE.UU. por quebrantamientos de la ley que, según denuncian varias oenegés, no son lo suficientemente graves para llegar a la deportación. Algunos han sido expulsados por saltarse un semáforo en rojo o sobrepasar el límite de velocidad.

La barrera de la lengua

Comunicarse es otro de los retos a los que se enfrentó Ortiz. Habla un español poco correcto, que mezcla constantemente con expresiones en inglés: «El idioma me ha costado demasiado. Llegué a sufrir ataques de ansiedad», comenta. Muchos llegan desorientados. Es peor para quien no tiene familiares en el país. La cultura donde crecieron es totalmente diferente a la mexicana. La mayoría, además, aterriza sin dinero y sin un sitio para vivir, con la dificultad añadida de encontrar un empleo sin controlar la lengua. Por eso, buena parte de los retornados, como Ortiz, busca trabajo en el sector de ventas y servicios de atención al cliente por teléfono. Su inglés les ayuda. Aunque también crea rechazo.

Sufrieron discriminación en EE.UU. y también la sufren en México. Los gestos americanizados de quienes vuelven, las ropas anchas que visten, o los tatuajes, crean rechazo entre parte de la población mexicana. Hay quien les considera unos traidores por haber dejado su país, aunque Ortiz puntualiza, con su acento que está en tierra de nadie, que la mayoría le ha tratado bien.